En inglés es común escuchar que “Blood es thicker than water”. Traducido al nica, decía Mimí que “La cabra tira al monte”, sobre todo cuando se resignaba al ver la conducta de alguna de sus nietas y le atribuía los motivos al determinismo genético y la imposibilidad de impedirlo, porque por más advertencias o aunque no se lo hubieran enseñado nunca, la cabrita eventualmente encontraría el camino para llegar al monte prohibido.
En Costa Rica, la versión local es “Lo que se hereda no se hurta” o, peor aun, “La sangre jala” y le advierten a uno, desde chiquillo, que se mantenga bien largo de la gente que niesnadasuyo.
Pero volvamos al dicho gringo, que supone que uno por la familia- por esa misma que es accidente biológico y que uno no escoge- hace lo que sea, porque el vínculo es más fuerte, más especial, más espeso que cualquier otro que uno pudiera establecer a lo largo de la vida.
Y podrá ser cierto. Esa es la razón psicológica por la que una nuera nunca se debe agarrar con los suegros y permitir que su marido se eche la bronca: la relación filial es eterna, se podrán pelear, pero es entre ellos, entre hijo y padres y eventualmente hacen las paces. Como dicen en las familias peleonas: “Yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra mi primo y todos juntos contra el que nos joda”
Pero también, si la sangre jalara tanto, si tuviera ese poder magnético, no habría niños abandonados, no reconocidos o maltratados. No habría irresponsables que no pagan pensión o mujeres que permiten que sus parejas golpeen a sus hijos. No habrían familiares violando a las chiquillas. No sería tan alto el porcentaje de abuso sexual intrafamiliar. A estas personas la sangra no los jala, ni los llama. Es más, si tienen sangre, debe ser de chancho o apenas un siropillo insípido.
Además, si eso fuera cierto, no podría uno querer a un padrastro, a una madrastra, a un hijo adoptado o simplemente a la persona que ha estado con uno sin ser nada de uno toda una vida.
Mi teoría personal es que el dicho correcto es la inversa: El agua es más fuerte que la sangre. Es simple:
Uno se siente más cerca de aquel con el que ha compartido agua cuando tenía sed, con el que ha compartido sudor trabajando, con el que ha compartido lágrimas en un momento de profunda tristeza, de emoción o de alegría, con quien se ha caminado bajo la lluvia, con quién se echó al agua con uno o te sostuvo la mano cuando te metiste a la parte honda. Uno está más cerca de quien te tiende una mano cuando uno se está hundiendo, de quien te advierte que no te ahogués en un vaso de agua, de quien te apapacha cuando te revuelca una ola, o te pone pañitos mojados en la frente para calmar una calentura o una migraña, o te pone agua oxigenada en un chollonazo. De quien te acerca un vaso de agua para tomar medicina. Esa es la razón por la que también se dice que no se puede hablar con quien no ha comido su pan con lágrimas.
Y si esa es la persona con la que uno además comparte sangre, pues qué dicha y qué casualidad. Pero la verdad es que eso es cada vez más raro y cada día somos más los que volvemos a ver la casa de la que venimos y decidimos con quién nos vamos a quedar y vemos para afuera para ir armando una nueva familia a pedacitos, de aquí y de allá.
Hay que saber aceptar ese cambio que trae la modernidad. La palabra amigo se queda corta cuando uno lo que quiere decir, en realidad, es hermano.
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