Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las anchas alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

Epílogo de un Pegabanderas. A dos años y pico del triunfo

desde la isla de

La puerta del ascensor se abrió directamente en el pasillo. Era un edificio elegante, en una avenida elegante, la dirección perfecta para una oficina como esta. Como siempre, como en todos los países, en un lugar que suena chic y al que ningún taxista le llega, por chiquita y escondida.

La doble puerta de madera y la agarradera dorada, los pisos de mármol, confirmaron que estábamos en el lugar correcto. La plaquita en la puerta ayudaba “Embajada y Consulado de la República de Costa Rica” y el escudito.

Había una fila larga de gente con sus papelitos en la mano, en bolsitas de plástico y cara de aburridos. Cambiaban la cadera de tiempo en tiempo para descansar el peso sobre las piernas. Yo hice fila 5 minutos y cuando vi que la cosa no se movía, muy segura avancé a zancadas sobre mis tacones, colándome delante de todo el mundo.

Para cuando llegué a la puerta, atrás mío se oían los chiflidos y los reclamos en varios acentos. Los ignoré y toqué la puerta.

Me abrió un guarda moreno, menudito, que me llegaba a la cintura. En realidad, abrió apenas una rendijita. Yo le metí la mano con la cédula y dije bien duro, arrastrando las erres, para que me dejara de joder el resto “Soy costarricense. Dígale al cónsul que me urge que me atienda”

El guarda me pidió esperar un momento y me cerró la puerta en las narices. Yo me volví a enfrentar a la turba, sonriente y satisfecha, de mi status nacional que me permitía privilegios e irrespetar filas. Casi les canto la Patriótica o la Guaria Morada, cuando vi que me miraban con sospecha. Sí, señores de la fila, habemos ticas altas y esbeltas.

Me pasaron adelante. Me atendió un muchacho de pantalón verde musgo, camisa pastilla violeta, corbata de rayas grises y negras y zapatos genéricos. Se le marcaban unos círculos de sudor debajo de los brazos. Una cara de hastío y aburrimiento, de nada me urge, de no has visto las cinco. Un oficinista de los típicos de la burocracia de mi tierra. Le hablé con la misma autoridad de comemierda criolla:

Soy tica. Llámeme al cónsul. (cuál por favor ni qué ocho cuartos)

El cónsul soy yo.

Parpadié para no irme de culo. ¿Usted es el cónsul? ¿Este no era un brete así, como deseado? ¿No deberías andar perfumado, vestido de Armani, corbata de seda, viviendo al nivel propio del que está pegado a la teta del gobierno, atendiendo cocteles diplomáticos, promoviendo el turismo, intrigando contra países socialistas y regalando café orgánico? ¿El cónsul? ¿Estás seguro?

Ignoré mis dudas existenciales y le expliqué rápidamente que lo mío era un momentito, que todo lo que ocupaba era que me firmara este papelito o que me autorizara a certificarlo yo, que no era nada grave, que esto que lo otro, que yo solo estaba un par de días en ese país y había hecho el viaje solo porque al cliente le urgía para un negocio. “Don Fulano”- le solté, para que entendiera que no era cualquier cliente, sino uno de los dueños de la finca a la que los dos le decíamos patria.  Me respondió con su libreto memorizado:

Tiene que depositar tanto en tal banco. La suma exacta. Tiene que traer el comprobante. Dura cuatro días hábiles. Sin excepciones.

Intenté presionar a punta de simpatía. ¿Cómo te llamás? Ve, aquí tengo la plata. Ve, ahí tenés el sellito que ocupo. ¿Qué te cuesta? Es un momentito, para una tica, una compa, ayudame porfa, no seas malito. Al señor cónsul se le prendió un bombillo:

¿Vos trabajaste en campaña, verdad?

Trabajar, trabajar, lo que llaman trabajar, no. Yo me partí la espalda. Implementé doble y triple jornada, sin incumplir con mi brete. Lidié con bombetas y tarados, con órdenes contradictorias, con la obligación de sonreír y guardar silencio. Investigué temas que nunca me había interesado. Revisé expedientes, redacte convenios, reglamentos, sugerencias y discursos. Intrigué, me negué a revelar información confidencial, defendí y ataqué en las redes sociales. Dejé de lado a Marcelo y a mis amigos. Mi suegro me acusó de traicionar mis ideales. Fui a poner el tarro en el TSE, en la Corte, en el Balcón Verde, a municipalidades, a líderes comunales. Organicé legiones de babosos, convencí y amenacé amigos y conocidos para que me ayudaran, solo para que unos días después escuchar cómo le atribuían los honores a otro que no hizo nada. Tenía pesadillas con Otto y con Ottón. No llegué a tomar Tafil pero estuve a punto. Todos se creían mi jefe, todos me exigían cosas, todos me daban órdenes. Víctor Manuel era mi guía: cuando quieras estoy, a la hora que tú digas voy. Y el día de la convención y el de las elecciones, estuve a punto de un sourmenage político.  Pero solo le sonreí beatíficamente y admití mi culpa:

Sí, pero lo hice por mí y por Marcelo y porque además mi jefe me lo había pedido. Porque me imaginaba Berlín o en América del Sur, en una calle elegante de un barrio elegante en una casita antigua y escondida con esa misma plaquita y el título de cónsul, donde nacería Santiago y yo podría ser mamá a tiempo completo por lo menos dos años. Porque tenía intereses que nunca fueron ocultos, porque los expuse hasta por escrito. Porque me convertí en una pegabanderas cualquiera, que en lugar de chupar suelas, aspiraba libros, jurisprudencia, escritos, permisos. Llegué a llevar una bandera verde y blanca en el carro. Me vestí de los colores del caudillo. Fui a la concentración del Paseo Colón en primera fila. E hice cosas peores. Mucho peores. Le di la mano a uno de los autores del memorandum del miedo, por ejemplo.

El cónsul, sintiéndose entre iguales, me dice:

Quisiera ayudarte, pero no puedo. Ve todos los papeles que tengo en fila (y me abanica en la cara una resma de autenticaciones pendientes). Este consulado tiene el recargo de dos países (me enseña la sala de espera, llena de gente, con sus papelitos, más la fila de afuera) ¿No ves? ¿Para esto me maté trabajando en campaña? ¡Esta vara parece la Clínica Marcial Fallas en Desampa! (Sí, se parece, hasta la ventanilla y la pizarrita electrónica que no avanza). Yo, solo aquí, con todo, con este clima de mierda, el aire acondicionado que no funciona, mis compañeras que también son cónsules llegan tarde, cogen tres horas de almuerzo y jalan temprano. ¡El único que bretea soy yo! Créame Sole, yo con mucho gusto le hago el trámite que usted me está pidiendo, pero si esas brujas se dan cuenta, me abren un procedimiento de sanción por no seguir procedimientos. (Suena horrible, todo esto, sí). ¿Usted cree que esto era lo que yo quería? ¿Para esto trabajé como un caballo? Yo quería vivir en el extranjero, tirármela rico, ganar por escritura consular, conocer gente, viajar, meterme a una maestría, tener horario de gerente. Pero paso aquí clavado, hasta tardísimo todos los días y los fines de semana y no salimos. Internet falla a cada rato. El celular lo pago yo, carísimo, y no sirve para un carajo. La gente que viene aquí no son inversionistas ni quieren dar poderes ni comprar terrenos. Quieren irse a trabajar a Costa Rica porque se los está llevando puta en sus países. Estoy breteando más que lo que nunca he breteado en la vida. ¿Cónsul? ¡Yo no soy el cónsul de ni mierda! Es más, hasta renunciar estoy pensando. Ya no aguanto.

Yo comprendo en ese momento, que en lugar de estar resentida ni enchompipada. Debería estar agradecida de no haber salido favorecida en la selección a dedo del cuerpo consular. De no estar atrapada en este infierno. De haber estado del lado equivocado, donde no repartieron puestos. En ese momento no sabía, pero en unas semanas La Nación expondría todos esos nombramientos. Mi nombre no aparecería en la lista, pero sí el de muchos conocidos de esos meses de campaña. Sobre todo de los que estaban tiempo completo al servicio de la causa.

El cónsul se da cuenta que yo estoy viviendo una epifanía y conecta porqué yo estoy ahí en un trámite privado y no como funcionaria pública. Se da cuenta además de que se echó la lengua al hombro, que no me conoce y que podría ser hasta peligroso.

Por favor no le digás nada a tu jefe.

Le aseguro que su tragedia está a salvo conmigo. Que esto fue una catarsis, una especie de terapia, que confíe en mí. Lo abrazo y le digo que mañana será otro día, que yo soy una desconsiderada por exigirle que me ayude cuando tiene esa carga encima. Que no se preocupe. Que yo entiendo. Que me las arreglaré y ya veré cómo. Que fue un gustazo verlo de nuevo. Que daré un excelente reporte de todo lo que hace. Que saludes a la familia.

Me voy del consulado en el carro con chofer y aire acondicionado que me asignaron. Le pido que pasemos primero al mall para aprovechar para el shoppin’ y luego al aeropuerto. Repaso mi experiencia y me regodeo:

– Te lo tenés bien merecido por pegabanderas y por soplas. Por ser más brocha que yo, por exigir más, por pedir más, por pulsear más, por tener menos dignidad aunque hayás trabajado menos. Por quitarme mi campito en Berlín o Suramérica y a Santiago en mis brazos en el horario de gerente que yo imaginaba. ¿Vos querías ser cónsul? ¡Tomá! ¡Ahí está tu puestazo!

Tengo poco tiempo para la sacada de clavo mental. Tengo que tomar el avión. Primera clase, por supuesto.

Nota: Aclaro que este relato es una mezcla de ficción y realidad, por aquello.

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Gotitas de lluvia

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