Un cliente me invita a almorzar. Acepto. El cliente me cae bien. Es un tipo educado, culto, encantador, conversador, caballeroso, un legítimo charmer, que no ha recibido la notificación oficial de que no mide 1.98. Pero no importa. El se comporta a esa altura y más. Es un príncipe europeo pero moreno, con los modales exquisitos, las palabras correctas. Muy proper. Y entretenidísimo. Es como si fuera el Patán, pero refinado, educado, culto, amable, considerado. O sea, no es como si fuera el Patán. En realidad son dos versiones, en diferentes tamaños, de un hombre muy macho.
Me monto al carro y me dice, como Sandro “Te voy a llevar…. (oigan París se arrodilla ante ti, para que se ubiquen) a un restaurante italiano super exclusivo, pequeñito, que no mucha gente conoce, aquí cerca, ¿Te parece?”
¿Quién soy yo para oponerme a los designios de este hombre que ya lo tiene todo decidido? ¿Que conoce los lugares más secretos y sabrosos del cantón? ¿Que, además, es el dueño del carro que tiene el aire a la temperatura perfecta, la música ideal, olor a limpio y va manejando? Nadie, ¿verdad?. Eso sí, le advierto, date cuenta que ando en jeans y me vestí chapulina. No acepto quejas. “Dejame decirte que te ves muy linda de chapulina. No podés dejar de ser elegante, aunque sea en jeans”. A la gran puta.
Llegamos y el misterioso restaurante es un chante que yo ya conocía. Los meseros saludan a mi cliente, se muestran obsequiosos con la dama (yo), nos traen entrada, plato fuerte. Mi cliente me hace un recuento divertidísimo de una cena oficial muy cara, donde tuvieron que esperar de pie dos horas a la presidenta, estaban codo con codo, falló el aire acondicionado, se les enfrió la jama por culpa del discurso de doña Laura y lo sentaron en una mesa con desconocidos que lo ignoraron de forma muy maleducada.
Critica los vestidos, el lugar, las bocas, el precio, las presentaciones de power point (“¿Te imaginás? TRES errores de ortografía le conté, TRES”) y esa forma tan corriente de prostituirse que tienen algunas organizaciones de gobierno, de pedirle a las empresas privadas que aflojen. Quiere saber cómo es que yo resulto ser tan diferente, tan interesante, tan única, tan espléndida. A la gran puta.
Yo me como todo lo que me ponen enfrente. Saludo a dos carriles a la gente que me presenta. Me río en voz alta, despreocupada y feliz, con sus mejores ocurrencias. Lo escucho con atención cuando me da sus quejas existenciales. Opino en los temas donde tengo algo que decir o simplemente me da la gana meter la cuchara. Comemos gente. Yo trato de medirme, después de todo, sigue siendo un cliente. Termina el almuerzo y el mesero se acerca con una sonrisa.
– Don Fulano, ¿un café?
Y el responde con voz estereofónica, como Manolo Otero
– Seeeh….
O sea, a mí me impresiona el manejo escénico de este tipo.
– ¿Un expresso, como siempre?
– Seeeh…
Yo me sonrío. ¡Vaya manera!
– ¿Doble, como siempre?
– Seeeh….
Este hombre merece que yo le aplauda de pie. Es la primera vez que alguien que me llega a la cintura no se siente para nada incómodo y maneja la cosa con una maestría digna de registrar en video o en un libro para futuras generaciones. Yo sonrío, embelesada.
Pero el mesero se vuelve hacia mí y me dice
– ¿Y la dama? ¿Un postrecito tal vez?
Yo siento el peso de la llanta sobre la pretina de los jeans y la marca que los pantalones me están dejando en la panza, donde podré leer hasta lo que dice el botón. Lo pienso. Pero no puedo aturugarme un flan de caramelo y chupetear el plato cuando este hombre toma café concentrado en una miqueta elegante, una tacita de casa de muñecas. Me contengo.
– No, muchas gracias. Estoy bien.
Pero no. El cabrón mesero insiste:
– ¿Un tecito, tal vez?
– ¡Ah, ve! Eso sí. Un tecito
Y antes de que yo pueda dar las instrucciones, el mesero se adelanta:
– ¿De manzanilla, verdad?
Algo se me agita por dentro, y no es el spaghetti carbonara que me acabo de comer. Me vuelvo despacio, para verle la cara de frente al mesero, achino los ojos, sonrío con chicha. Abro la boca y le digo:
– ¿De manzanilla? ¿QUES? ¿Tengo cara de que ando con la regla, de dolor de ovarios? ¿Por qué no me trae de una vez dos Dorival? ¿O es que aquí una mujer solo manzanilla puede tomar? ¿No hay té negro, verde, de menta, de naranja, de cualquier otra cosa que no sea manzanilla?
Hay un silencio ártico. Al mesero se le desencaja la cara. No sabe ni qué decir y empieza a tartamudear. Vuelve a ver a mi cliente para que le ayude. Yo también. Mi cliente tiene la boca abierta, los ojos muy abiertos y no sabe ni qué hacer. Yo me doy cuenta que el jaloncito que sentía en una manga era él, diciéndome a señas que me callara. El mesero me dice:
– Discúlpeme, claro, es que yo, bueno, no sé…
Me hierve la sangre y a la vez me siento helada, quirúrgica, poseída por Vito Corleone y Marlon Brando. Pocas veces me chocan los comentarios sexistas, pero este me parece excesivo, por la naturalidad con que me lo dice, por la costumbre que está detrás de esto, porque asume cosas que son mitos, porque alguien se lo tiene que decir. Y porque estas cosas merecen terapia de choque.
– De menta, lo quiero. MENTA. Y no me insulte trayéndome Splenda. Yo lo tomo con azúcar y NO, no me da vergüenza. ¡Calda si además se atreve siquiera a sugerir que estoy gorda!
Mi cliente no menciona el evento en el camino de vuelta. Yo tampoco. Los dos manejamos a la perfección el arte del disimulo. Me manda el sms de rigor dándome las gracias y diciéndome que disfrutó montones conmigo. Yo le contesto la cortesía.
Obvio, no he vuelto a saber nada del tipo.
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