Venían llegando del hospital. Un par de horas antes, mi sobrino se levantó solito, fue a buscar al mi hermano, lo despertó y le dijo “Papá, ya no aguanto. Tengo gato”, antes de ahogarse en tos.
Me puedo imaginar a mi hermano, paralizado del susto, vistiéndolo, llevándolo de la mano en la madrugada a una sala de emergencias, acompañándolo a la nebulización, reviviendo su propia infancia, incapaz de reaccionar distinto a una enfermedad que él conoce demasiado bien.
Cuando yo llegué, se estaban bañando. Les toqué la puerta del baño con fuerza “¡Soy el Lobo feroz! ¡Abránme la puerta!”. Silencio. Y luego la voz de mi sobrino: “Papá, ¿quién ez el lobo fedoz?” A mí me sorprende. No sé qué le leen a los niños de esta época ni me imagino mi infancia sin los tres cerditos. No pude amenazar con soplaré y soplaré y esta puerta derribaré.
Mi sobrino ya tiene 5 años, pero es zopetas y habla como un niñito de 2. A mí me dice Tía Zuzú. El color azul es azú. La erre no existe en sus fonemas. Mi hermano, que lo lleva todos los sábados a la terapia de lenguaje, es un hombre de fe. Porque solo un hombre que no renuncia a la esperanza de que la terapia funcione, le pone al bebé recién nacido José Ignacio. O sea, Zénazio para los amigos y, sobre todo, para mi sobrino.
Sale del baño con sus ojeras de mala noche de asmático. Flaco, fibrudo, todavía jalando mocos, respirando con dificultad. Se me sube a los regazos y se me acurruca.
– ¿Cómo estás?
– Con toz tía- y fuerza una tosecilla para que yo vea que es cierto.
– ¿Pero te sentís mejor?
Me hace la señal internacional de más o menos. Se queda pensando, tristón, y me dice.
– Tía Zuzú, el doctod me dize ¿habda chineado o eztá en terapia?
– ¿Y vos que le dijiste?
– Tedapia… yo tdato de zed vadiente tía, peddo me dicen chineado… él está genuinamente desconcertado y no logra ver la conexión entre su forma de hablar como Guille y el insulto a su masculinidad herida de 5 años.
A mí me hierve la sangre de solo pensar en el inconsciente que le dice eso a un chiquito que llega asustado, de la mano de un papá todavía más asustado, a que le pongan una mascarilla llena de una niebla de medicinas que lo dejan hiperactivo y traquicárdico y que a veces ni así mejora.
– La próxima vez que alguien te diga chineado…
Mi hermano me advierte con los ojos. El también está cansado, pero ante todo, dolido, asustado, preocupado. Los dos sabemos lo que es tener un asmático en la casa.
– ¿Zí?
Mi hermano no dice malas palabras. Nunca. Es católico convencido y practicante, que no se hizo cura porque se enamoró y se casó de con la única novia que tuvo.
– La próxima vez que alguien te diga chineado, vos te parás, sacás el pecho, lo ves a los ojos y le decís “¡Chineado su madre hijueputa!”
Mi hermano interviene “No le enseñe a hablar así. Nosotros no hablamos así”.
– Bueno, igual le decís “Chineado su madre”, pero así, como lo estoy diciendo yo, con ganas en la parte de “su madre”.
Mi sobrino se ríe, divertido de la transgresión. Me pide que repita el parado, la actitud, lo que hay que decir. Cuando mi hermano sale del cuarto, se anima:
– “¿Chineado yo? ¡Chineado zu madde!”
Y se siente un poquito mejor. Se le nota. Le brillan los ojitos.
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