Juan, el Grande, es un niño que nació sordo. Lleva diez años sin oír nada. Aprendió lenguaje de señas, va a la escuela Centro Güell, juega fútbol, hace tareas, tiene amigos, se ríe, se enoja, llora. Saluda a las personas mayores, es educado y amable.
Juan el Grande conoce a mi sobrino, que también se llama Juan, desde que nació, porque la mamá de Juan el grande, trabaja cuidando a mi sobrino. Juan, el grande, cada año, le ha regalado cosas bien ruidosas a Juan- el mío, diría Mimí, porque “Juan sí puede oír”. Una trompeta, un tambor, una guitarra.
Los dos Juanes han jugado juntos, sin conocer barreras, todas las semanas desde toda la vida de Juan, el mío. Curiosamente, Juan, el mío, tiene problemas para hablar. Va por casi 4 años pero habla como si tuviera 2 (“Uno, do, tes, cuato”). Pero a los 9 meses, cuando quería decir que tenía hambre o que quería comer algo, se llevaba la mano hecha un puñito a la boca, como se hace en Lesco.
A Juan, el grande, lo operaron para ponerle un implante coclear. Una parte de la comunidad sorda se opuso, porque alegan que ser sordos es una forma de identidad, una minoría lingüística, que no se debe reparar aquello que no es un defecto, sino una característica. Fue todo un tema ideológico. Además, era un caso particular, porque es raro que los médicos acepten ponerle un implante a un niño de esa edad.
Sus maestras, mi cuñada y la gente que lo conoce, se organizaron para buscar patrocinadores que apoyaran a Juan, el grande y a su mamá con toda la terapia de lenguaje, equipos y aparatos que va a necesitar. Mis amigos y yo decidimos cubrir la terapia, sin decirle quienes somos los patrocinadores. Yo soy el contacto y vocera oficial del proyecto.
Gracias a la seguridad social de este país, a Juan- el grande- lo operaron hace 2 meses. Y esta semana le encendieron el implante. Le habían advertido que aquello sonaría durísimo. Le dijeron que tal vez se asustaría un poco. Que tanta conmoción le daría dolor de cabeza. Que todavía faltaría un año para poder hablar como los otros chiquillos y para ir a otras escuelas. Que había que hacer caso, tomar las pastillas, practicar todos los días. Juan- el grande- no le merma. Explicó que estaba listo para todo. Que él lo que quería era escuchar.
Primero pidió que le subieran todo el volumen porque quería escuchar todo, to-do, TODO. Luego se sorprendió al escuchar un sonido y le preguntó al médico qué era eso que sonaba así tan vacilón:
– “Sos vos, riéndote”- le dijo el doctor
– “Así me río yo?”- preguntó Juan el grande
– “Sí, esas son tus risas”
Y Juan, el Grande, siguió riéndose y con cada risa le daba más risa y no paraba de carcajearse.
Ahora le encienden el implante cuatro horas al día, para que se vaya adaptando poco a poco. Sale soplado al baño, porque se ha aguantado todo el día. Le encanta el ruido que hace al orinar.
Abre todos los tubos que se encuentra “Ah, así suena el agua!”. Está fascinado con el sonido de las cosas fluidas.
Dicen que ayer, después de abrir y cerrar todos los tubos de la casa, una y otra vez, preguntó:
“Mamá, a qué suena el mar?”
Las terapias de Juan son sumamente baratas. A veces perdemos, desde las torres de marfil, los centros corporativos, office centres, mallas, carros del año y forums, la percepción de las cosas. Una cena de muchos que conozco paga un mes de sus terapias. Una camisa. Una ida al super a comprar cosillas que no necesito. Un fin de semana de guaro. Cualquier cosa de esas que no necesito.
Lo peor que tiene esta brecha social que cada vez se ensancha más, se encueva más, se encierra más, y se hace más ciega; es que no nos permite ver que en la misma ciudad, hay gente a la que con muy poquito podemos ayudar. La escuela Centeno Güell, sus profesores y sus alumnos tienen una dignidad que ya se la desearían más de uno y por eso no andan pidiéndole nada a nadie. Pero están ahí y uno puede hacer algo por ellos, con muy poquito, con la garantía que todo se usará para bien, de forma clara y honesta.
Yo, cuando supe que se necesitaban equipos adicionales, llamé a mi amigo el Dr. Muppet, que es otorrino y le canjié 2 de esos almuerzos donde él siempre invita por unos audífonos FM que Juan el Grande necesita. Darle la noticia a la mamá de Juan el grande y poder decirle a los donadores que ella me dijo “Gracias” muy emocionada, me llena mucho más que el almuerzo popof en el restaurante escazuceño de moda.
Me muero de ganas de saber más de las aventuras de Juan el Grande, que quería escuchar para saber cómo sonaban los pájaros. A qué le sonará el sol, el viento, el beso.
Me lo imagino de pie en una playa, ante la inmensidad del agua y cerrando los ojos, para saborear mejor, en toda su intensidad, a qué suena el mar.
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