Al bajarme del tren y lograr sobreponerme al trajín de andar jalando maletas, me tomo un momento para ver la estación. Hay cinco niveles de andenes, en esta mole gigante de vidrio, la estación más grande de Europa, el Hauptbanhof de Berlín, en el Alexander Platz, antiguo Berlín Oriental.
En el taxi hacia el hostal, el peso de esta ciudad enorme, las imágenes que solo he visto en tele, la sensación de que sí, que llegué, que es aquí, me abruman. Voy viendo por la ventana en un estado absoluto de schock, con la mano sosteniéndome la barbilla, para mantener la boca cerrada y tapada, por si acaso se me ocurriera gritar de desesperación.
En el tráfico, uno de los nativos me ve desde un lexus negro. Una vez, como cuando uno ve a los carros que van de lado. La segunda es ya con intención o interés, seguramente por mi estado de desolación evidente. Mi mira intensamente por tres cuadras. Y antes de doblar en el siguiente semáforo, éste bárbaro- Ay dioj mío!- me sonríe coqueto y me saluda con la mano. Esta morena gigante es, en efecto, un exotische produkt aus Costa Rica.
Cosa que no es curiosa considerando la población nativa. A diferencia de otras ciudades europeas visitadas, en esta ciudad sí parece que viven alemanes, que toman los mismos trenes, metros y caminan en la misma acera que yo. Y todos ellos se ven extranjeros y parecidos entre sí. Hay elementos variopintos, pero somos la excepción.
A ver si con un ejemplo me explico mejor. Cuando uno en Costa Rica visita los pueblitos que quedan cerca de La Lucha, le puede suceder que le sorprenda el extremo parecido de la mayoría de sus habitantes entre sí y de todos ellos con don Pepe Figueres. La gente de aquí son machillos, pero no como los gringos. Son, realmente, personas rubias, muy muy blancas, de ojoz no azules, sino celestes. Se parecen a la porcelana, a un vikingo. Dan una sensación de frío y además de que todos entre ellos se parecen, todos parecen familia de Santa Claus.
Estos son los descendientes de las hordas bárbaras que acabaron con el esplendor de Roma, saqueándola. Al observarlos en su habitat natural, comprende uno porqué los romanos los observaban con curiosidad científica. Por ejemplo, debido al verano- que aquí no es tan fuerte- andan como en todas partes, con su botella en la mano. Pero esta es de vidrio, llena de cerveza. Los ve uno montarse en el tren y uno piensa “Ay dioj mío, un bárbaro borracho!” Pero no. Se trata nada más de un bárbaro sediento.
Los trabajadores de construcción-blue collar que llaman- se distiguen por usar un overall azulito. Es divertido ver hombres adultos y fuertotes con trajecitos que uno normalmente relaciona con un niño. A pesar que la imagen de macho, alto, de ojos azules normalmente evoca imágenes de hombres arrebatadoramente guapos, estos demuestran que siempre hay una excepción a la regla. Se ve como personas que han atravesado por mucho, un poco carreteados.
Los más jóvenes, algunos, sobre todo los tatuados, los muchachos punk sentados en grupos en los parques, esos se ven totalmente agresivos. No se escucha música salsosabrosa por ninguna parte. Rock pesado sí y es estridente.
Berlín es como una ciudad que alguien lanzó en medio de un charral. Pasa uno por lotes baldíos, como descuidados y de repente, un edficio. Si uno se fija con cuidado, esos lotes son probablemente reminiscencias de la zona cero del muro. No tiene ese encanto antiguo de otras ciudades, porque durante la Guerra, Berlín fue prácticamente arrasada por los bombardeos. Y después, con la ofensiva soviética, 2,5 millones de solados rusos tomaron la ciudad. No es difícil imaginárselos recorriendo estas calles, exigiendo que se entregaran los relojes y las mujeres. Y luego, por años, encerrados en una isla de concreto, en medio del socialismo. Olvidados por todos. Los alemanes no tienen derecho a ser víctimas. Es el precio que se paga cuando alguna vez fueron victimarios.
La parte que fue reconstruida por los soviéticos, es demasiado funcional. Son edficios cuadrados, sin gracia, cajas para acumular personas. No hay peor victoria del capitalismo que esto de montar un centro comercial a toda chancleta en lo que fuera la plaza de Berlín Oriental, el Alexander Platz.
Recorrimos donde sé mi futura casa, a donde me paso el domingo. El lugar de mis clases de alemán, que empiezo el lunes y mi futura oficina, donde tengo que ir el miércoles. Me he dedicado a aprender el sistema de trenes, que es un poco complicado y a ubicarme en este plano tan diferente.
En una tienda, a Marcelo le cambian un implemento de cocina que compró hace cinco años, con solo decir que tienen garantía de por vida. “Es solo por diez años”, lo corrige la vendedora, pero se lo cambia sin pedir factura. Uno compra un tiquete de tren o de metro y nadie lo revisa. Se parte de una honestidad absoluta.
La Rosenstrasse, aun mantiene de un lado sus antiguos edificios. Aquí los nazis recluyeron a más de 100 judíos, para deportarlos. Además de su fe, cometieron el delito de casarse con mujeres alemanas. Estas mujeres, en medio de la guerra y poniendo en riesgo sus vida, fueron y se colocaron frente a esa casa, por tres días y tres noches, exigiendo a gritos que los liberaran. La presión fue tanta, que el gobierno no tuvo más opción que ceder.
En estas rutas, pasamos por una plaza como tantas otras, frente a la Universidad Humboldt. Marcelo me pare y me dice que vaya al centro, que me asome. Hay un panel de vidrio y por él se observa en el sótano una bilioteca enorme, vacía. Una placa dice que hace muchos años, unos hombres que se hacían llamar seres humanos, quemaron en ese mismo lugar miles de libros de hombres libres, pensadores, científicos y sabios. farenheit 451 en 1933.
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