Barcelona es, toda ella, una especie de patente de corso para la creatividad. Todo el mundo se atreve a todo y entre más malcriado, más rápido se lo construyen y lo incorporan a la ciudad. Esta exposición intensiva a la cultura me ha provocado la reacción puesta y cada vez estoy más cerrada. Anoche, al ver la Sagrada Familia iluminada, con la boca abierta me doy cuenta que nunca en la vida había visto algo tan larguirucho, tan recargado y tan desoladoramente feo como esa iglesia.
Solo un católico fanático, como fue Gaudí, dedicaría 43 años a la construcción de una Iglesia que amenaza estar en remodelación perpetua. “Los trabajos de la Sagrada Familia van lento- decía Gaudí- porque mi cliente no tiene ninguna prisa”. Como si fuera poco, la iglesia debe consturirse con contribuciones y sacrificio porque si no, no funciona. No admite donativos oficiales. Eso solo se explica en lo que ya advertía Unamuno: “En Barcelona todos, hasta los más ateos, somos católicos”
Cuando la guía explica que la Pedrera y la Casa Batlló causaban risa entre la sociedad de la época, yo me pongo del lado de los dueños, que son los verdaderos incomprendidos de la historia. De hecho, si la guía no explica qué representa cada curva y cada pedazo de cerámica quebrada, no entiendo nada de los supuestos motivos de inspiración plasmados en esa dizque escultura arquitectónica. Si yo le encargo la remodelación de mi casa a un arquitecto y me entrega ese mamarracho, yo lo mato.
Para cuando llegamos a las Fuentes de Montjüic, ya voy convencida de que Gaudí está sobrevalorado. Entonces empiezan los juegos de los chorros de agua y sus potencias, con música de orquesta de fondo. Y me doy cuenta: Era agua, lo que buscaba hacer Gaudí con sus piedras. Catedrales, casas, escuelas, todo, con las formas de la caída del agua cuando pierde su fuerza.
Al final de Las Ramblas, en la orilla del Mediterráneo, el imponente monumento a Cristóbal Colón señala hacia su destino histórico, que cambiaría el tamaño de la billetera española y marcaría nuestro futuro. Por algún error curioso, el brazo extendido del almirante italiano más famoso, no indica la ruta a América, sino a la India.
A la entrada al Museo Picasso, me resigno. Había prometido no hacer más filas para ver cuadros. No arrastrarme por las galerías, no esforzarme en fingir interés por cosas que ni me gustan ni entiendo. Pero este Museo me sorprende, sobre todo, su estudio sobre Las Meninas de Velázquez, que Picasso desarrolla en su propio estilo cubista. Y lo citan diciendo algo que me aclara mucho de lo que yo hago. Decía que él, a diferencia de los copistas, no se limita a hacer una copia exacta aunque la técnica le alcance. Se trata de atreverse a imaginar qué pasaría si la cambiara un poquito de lugar, si se modifica la iluminación, de verla a través de sus ojos, una interpretación personal de un hecho objetivo y único que está ahí- el cuadro- para ser admirado. Es, entiendo yo, como escribir un cuento, contar una historia, pero pintando.
A pesar del calor intenso, la sensación de vacación de verano, el cono de helado en la mano, en esta ciudad llena de árboles en todas las aceras, se han empezado a caer las hojas, ya secas. Viene el otoño, aunque el termómetro no se entere.
El catalán se habla con acento español, pero es más dulce, sinuoso, lleno de diptongos 50% de los catalanes lo declaran como su lengua materna y el 87% de la población lo maneja en forma fluida. Ha sobrevivido al tiempo y a Franco, a la condición de delito. Es el idioma que, oficialmente, favorece la Generalitat para las comunicaciones oficiales, las que se dirigen al público y en la enseñanza en general. Se oye por todas partes, es lo primero en lo que ye hablan y hasta los programas de televisión están traducidos al catalán. Habrán aquellos a los que les suene a separatismo y se asusten, porque Cataluña representa casi el 20% del PIB español, solo en Barcelona hay cinco universidades públicas. A mí me encanta y lo pongo en mi lista de idiomas por aprender cuando algún día domine el alemán y aprenda francés. La historia que tiene atrás, su terca resistencia al integracionismo, lo hace aun más llamativo. El Catalán es el Kamchatka del lenguaje, el lugar desde donde resistimos.
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