“xxjjzz###zzm vale?”. Y yo: “que NO, huevón, yo quiero regresar HOY a Madrid, no Mañana!”. Y Marcelo intercede y me dice “Es lo que él te acaba de decir…”. Yo vuelvo a ver al muchacho que nos vende los tiquetes a Toledo y me disculpo “Perdón, es que esto del español me tiene jodida!”. El me da ánimos “Pues nada, hombre, es cosa de escucharlo unos días y ya te cuelgas”.
Estamos en Atocha, la misma estación que fue atacada por terroristas aquel 11 de marzo, víspera de las elecciones y que se trató de acallar para evitar el triunfo de Zapatero. Del evento solo quedan los controles de seguridad estrictos, que cualquiera con dos dedos de frente sabe que no sirven para un carajo.
Yo, que me sentía tan gallita con el manejo del jetlag, voy desnucada los 35 minutos y cuando atravesamos los campos de Montiel, ni me doy cuenta. Cuando aquí son las 12 y en Costa Rica las 4 de la mañana, me entra una sensación como de náusea, de haber seguido recto, de un reclamo del reloj biológico, que me dura como una hora. Hoy, por suerte, fue menos intensa.
Ya en Toledo, le queda a uno clarito porqué a don Quijote, recorriendo esas tierras, se le corrían las tejas. El calor te agarra desde adentro y se va agravando con la brisa hirviente. En algún momento el termómetro marcó los 41 grados y yo, como si nada, troleando con euforia turística de arriba para abajo. No es de extrañar que en ese estado de enajenamiento, confunda molinos con gigantes, sirvientes con princesas o lástima con amores.
Toledo fue además la ciudad de El Greco. Griego de origen, llega a Italia a mejorar su técnica. Con la imprudencia propia del nuevo del barrio, critica la obra de Miguel Angel, que estaba justo entrándole a la pintadera en la Sixtina. Antes de que lo maten, huye a España cuando escucha que Felipe II (creo que ese era el Hermoso) anda buscando pintor oficial. Le hace una muestrica y el rey le dice que está espantoso. Entonces se queda a vivir en Toledo, donde hace sus obras maestras y por la que unos curas roñosos y plateros cobran DOS EUROS por ver solo una de ellas: El entierro del Conde de Orgaz, donde de paso el Greco aprovechó y retrató a todos sus compitas en la foto, pero disfrazados de señorones importantes. Valga señalar que El Greco tuvo un hijo, al que le dio de nombre Jorge Manuel, que me parece apropiadísimo como nombre para un gato.
Toledo es además, la ciudad más católica de España, lo cual perfectamente explicaría este olor a azufre que me ha rodeado todo el día y que se intensifica cuando entro a una iglesia (sobre todo si me cobran los cabrones por verla). Advierto que no es por falta de baño, ni que he copiado las costumbres nativas. Por ahogo, más que por necesidad, me baño dos veces al día.
Me muero por comprar mil recuerditos, pero la consigna es que no llevamos nada que signifique más peso. Que ahorramos en chucherías para comer sabroso. Que los souvenires ya los compraré en Alemania. En la misma nota light, la Coca Cola debería darme un reconocimiento internacional por altísimo consumo. Las botellitas de aquí son pitufas pero las cobran como si fueran de dos litros.
Mientras recorremos las callecitas de la judería (el barrio judío), el barrio mudéjar (en árabe “los que les dejaron quedarse”) y el cristiano, me maravilla la confluencia de las tres culturas en la época que se llamó la Tolerancia. Preguntarse qué pensaban, a dónde iban, que decían cuando se sentaban a comer, cómo se interrelacionaban, si se temían unos a otros, si se aceptaban. Es una sensación curiosa recorrer calles que uno sabe que ya alguien las recorría desde época de los romanos. Es como perseguirlos a través del tiempo, a ellos y a mí, que estive aquí también hace 36 años y no encuentro ese punto, el que sale en la foto color sepia que tengo de mi papá, Ella, Mimí y yo y que dice “Recuerdo de Toledo”.
Es una ciudad que habría sido todo un ejemplo en tiempos modernos, de no haber sido porque los muy católicos reyes de España terminaron echando y persiguiendo y torturando y matando a todo el que no se alineara.
Muchos huyeron a América, a algún lugar recóndito, como Centroamérica, donde la Inquisición no los encontrara. Sus apellidos, como Pinto, Rojas, Lobo, los delataban, por lo menos a los judíos, como conversos. Mi apellido, Montiel, es sefardí. Una sola mirada a esta desgarbatura o al álbum de fotos de la familia (la paterna, en la materna sería un insulto) evidencia que tengo origen mestizo y que en algún momento, algún español desarraigado le prestó el nombre a ese primer indito que quién sabe quién fue porque mi abuela nunca supo de quién fue hija. Si ese español era o no converso, es algo que se perdió en el tiempo, en la Nicaragua de antes del primer recuerdo.
Los dejo con la selección de soundtrack para hoy. Yo quiero volver a Toledo.
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