En el tren a Madrid, vemos que esta señora mete primero a un niño pequeño. Lo deja sentado solito y regresa con otro en brazos, como un secreto. Cuando pasan revisando tiquetes, alega que le dijeron que los niños no pagaban. Le dicen que sí, que no pagan si van eb brazos, pero que si ocupan asiento, pagan. Pelea en el celular por horas con alguien a quién le asegura en francés que no, que ella no está con él, que ella va en un tren. Unas horas más tarde le dicen que está mintiendo, que el más grandecito no tiene tres años y medio, que el pasaporte dice que tiene casi cinco y los niños a partir de los 4 pagan completo. Al final cada uno, ella y sus dos hijos, se apropia de un asiento para dormir. No es ignorancia. Ella habla tres idiomas, francés, español y su lengua materna. Todo ha sido intencional y se ha aprovechado de que, al parecer, aquí se pierde la paciencia muy rápido con los negros y basta con hacerse el lelo. Todo ha sido intencional. “Si eso llega a pasar en Alemania– me dice Marcelo- o paga el tiquete adicional de una vez o la bajan“.
No hay nada peor que viajar cargados de ignorancia.
“Que esa es Cibeles, la de la canción de Víctor Manuel”.
“Ah”
“Diosa de qué era?”
“No sé”
“Porqué se habrá construido ese palacio?”
“Tampoco sé”
“Pero se ve bonito”
“Sí, tomémonos una foto!”
Turisteando como los gringos, se llama esa figura. La guía dice dónde caminar, dónde comer, dónde enfiestarse, pero de aprender, no trae nada.
Antonio, el portero, nos recibe tan alegre que da gusto. Nos da las llaves de un apartamento que generosamente nos han prestado. Nos dice a dónde ir a comer “chapeau”, cómo llegar al super, cómo abrir la puerta y quiere saber si hay tren directo de Atocha a Lyon, que le quedaría “guardao!”. Luego nos dice que se ha liado la de Dios haciéndonos un mapita a mano de las atracciones del barrio, que es el más majo de tó Madriz. Antonio se ve como una caricatura de Mortadelo y Filemón. No es un cliché: la realidad supera a la ficción. Todo, todo, se ha inspirado en algún momento en algo real y seguro por eso es que es gracioso.
Si veo un solo cuadro de un santo más, creo que incurriré en un incidente internacional. Quiero hacer algo ordinario y sencillo, como un tour de la ciudad. Del Museo de la reina Sofía salgo en franca quejadera: “Pero porqué hay que recorrer todo el museo para ver hasta en la última esquina el Guernica, ah? no lo pueden poner en la primera sala? qué les cuesta?”
De pequeña, yo me imaginaba que en los meses de setiembre, los españoles se retorcían del colerón de que se hubiera independizado América, de perder todo aquello, de impotencia. Pero no. Algo me dice que aquí América no exste.
En alguno de estos parques, dejé hace 36 años algún pedacito de infancia. Viví con mis papás un año en un apartamento como éste mientras Alejandro estudiaba con beca. Luego vino Mimí y se quedó con nosotros casi seis meses. Ella dice que Mimí la sacaba de quicio, pidiendo permiso hasta para tomar un vaso con agua o usar el baño. Mimí, en cambio, me contaba de que me llevaba a un parque todos los días, donde una señora que vendía caramelos me agarraba los cachetes y decía “pero qué buenos mofletes!” y me daba confititos.
Nunca come uno demasiado jamón serrano. Ni cuando lo come en el mísmisimo Museo del Jamón, cerquita de la Puerta del sol.
Y que quede claro una cosa: Franco era un malparido. Y encima, católico arrebatao.
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