Heidelberg es como ver telematch de nuevo, pero por dentro. Los nativos hablan algo que se parece a lo de mis clases, pero aun el oido no me da y no lo capto completo. Disney me tiene tan corrupta la jupa, que esta ciudad histórica, en sus cuatro estacas desde 1620, me parece tan falso como un set de cualquiera de las películas de princesa. Estreno el alemán comprando una tarjeta postal y tartamudeando, se lo informo al que me lo vende, para que compartamos ese momento magno.
Es temporada de frambuesas. Voy a una caja por cada cuatro horas y se perfila como primera causa de folejra estomacal. Almorzamos algo bien propio de la zona en la plaza de la ciudad vieja. Los relojes kukus son demasiado caros. se siente raro esto de venir a turistear y abstenerse de ir de shoppin: los latinoamericanos desarrapados, incluso los que ganamos en dólares, no somos el público meta de las tiendas y a juzgar por los precios, tampoco de la comida.
Hay gente que pide dinero en la calle. Hay homeless. Hay indigentes. Hay una muchacha hippie sentada en el suelo con una guitarra cantando a Bob Dylan en alemán. Yo quiero saber cómo viven los pobres en un país tan rico “De mantenidos”, se me informa.
Una última cosa: Con estos ojitos he comprobado que la tal globalización no existe y probablemente no ha existido nunca. Aquí las cosas se hacen como se hacen y punto. Los gringos nos han hecho creer que el fenómeno de la globalización era que todos, por lógico acuerdo, habíamos decidido que the american way era the only way. Pues por variar, nos engañaron. La globalización ha servido para que uno se tome una coca lai en cualquier parte del mundo, pero no para comprar culturas, idiomas o conciencias. Por lo menos no en esta parte del mundo.
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