Días antes de irme, logro reunirme con mi amigo el Marisopo. El mismo de siempre, más gordito, pero con otros ojos. Estos que anda ahora están completamente limpios. Me cuenta del viaje qu hizo él, en todo este año: directo a la muerte. Un transplante y los servicios asombrosos de la CCSS fue lo que evitó el destino. “Viajá lo más liviano que podás. Y disfrutalo”. Es para que me de vergüenza, por lo mínimo.
Mi suegro me despide con un enorme abrazo. sabe que estoy asustada. El no ha parado de celebrar la noticia desde que se la dimos. Leyendo la biografía de Ariel Dorfman, me doy cuenta, también. Cómo pudo habérseme pasado. Mi suegro salió de Chile hace muchos años en un viaje así, de repente, a lo desconocido, para sañvar su vida y la de su familia. Van 36 años y aun no hay regreso.
Antes de salir de mi casa, recurro a un ritual de infancia. Voy y me paro frente a un retrato enorme de mi papá que logré rescatar y que tengo en un cuarto. Le cuento, mentalmente, que me voy y que tengo lo que sea que sea esto: ansiedad o miedo. Verlo, me recuerda los viajes de él, de abogado recién graduado, en los setentas, a España e Italia, sin internet, sin experiencia, sin nada que le permitiera imaginarse qué se iba a encontrar allá.
Nunca había ido a Caracas. Mientras el avión desciende para hacer una escala, me sorprende la pobreza extrema que se adivina desde el aire. Y me pongo a cantar, en voz muy baja “Las casas de cartón“. Le guste a quien le guste, hay que tener muchos huevos para iniciar un viaje de todo un país. Independientemente de que uno crea o no que es la dirección equivocada.
En la estación de trenes de Frankfurt, tengo algo parecido a una experiencia paranormal o mínimo prejuiciada. Esos andenes altos, ese reloj clásico, las paredes de piedra, la majestuosidad del lugar, no hace más que ponerme a pensar en las miles de personas que fueron deportadas en un viaje en carros de ganado, directo hacia el sufrimiento. Me pone peor que al revisar en el mapa, me doy cuenta que uno de los campos quedaba casi al lado de la ciudad. Me siento incómoda y hasta creo sentir su miedo, que lo confundo con el mío. Y se lo digo a Marcelo. Este país, por más años que pasen, por más que limpien y laven y ordenen, por más que digan que lo siento mucho; no podrá librarse de esto. Y no porque los demás los repitamos. Es por eso que yo sentí, ese algo que se quedó en los andenes de sus estaciones
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