Hoy me llegó por correo un pedazo de realidad. Una carta en alemán diciéndome que me aceptan para hacer una pasantía. Y tres documentos, uno de confidencialidad, uno de normas de IT y otro que no entiendo, que tengo que firmar. Es cierto: A partir del 1 de setiembre, empieza mi curso y además, un pedazo de una vida que hasta ahora no era la mía: trabajaré en el extranjero.
En el otro correo, el moderno, me avisan de dónde voy a vivir. Con ayuda del Google maps calculo cuánto tengo que caminar del instituto a la oficina y de ahí a lo que será, durante dos meses, mi casa, aunque no esté ni Marcelo, ni Fuser, ni mis cosas, ni mis amigos, es decir, ni mi familia.
Con mis libritos de guía ubico algunos lugares que no quiero perderme: la biblioteca donde estudiaba Marx, la plaza donde se quemaron tantos libros, los museos, los mercados turcos, la ruta del muro. La puerta de Brandenburgo. La Historia grandota de enciclopedia y las historias chiquitas que me encuentro en todas partes y que me gusta coleccionar para luego contarlas a mi manera.
Me topo a un amigo, él saliendo del ascensor y yo entrando. Sostenemos la puerta, porque él quiere saber, un poco asombrado, si es cierto que voy jalando porque le había llegado el chisme. Le digo que sí y sonrío, porque estoy contenta. Al cerrarse las puertas del ascensor, lo último que veo es a mi amigo, haciendome un saludo nazi, golpeando los tacones y diciéndome “Jah wohl, herr Kommandant”. Y de repente me entra la duda de si en algún lado de su mente, él podría creer que aprender un idioma me lava el cerebro. O si es que cree que el alemán es monopolio de nazis y fascistas. Si es un prejuicio, un temor o simplemente una infancia llena de los Héroes de Hogan.
Por primera vez en mi vida, estoy alistando maletas con anticipación precisa. No quiero que se me olvide nada. No puedo llevar mucho por falta de espacio: la ropa de brete toda tiene que combinar. Dicen que allá las cosas son tan caras que no podré comprarme nada, pero nadie cuenta con mi astucia: yo ya tengo las tiendas de vintage (el equivalente de ropa americana) ubicadas en el mapa.
Vía Facebook, tengo tres “amigos” alemanes originales sin mezcla. Dos de ellos viven en lo que antes fue la Alemania Democrática. Uno es de mi misma edad. Me muero de ganas de sentarme con él y que me cuente como fue crecer así, en esa realidad paralela. Ya le he contado como aquí se usaba mucho la frase de “era como ver a una de las machas del equipo de natación femenina de Alemania Oriental” como punto de comparación.
Encargué una camiseta que dice: “Exotische Produkt aus Costa Rica” y la clásica “Se habla español”. Aunque no me gusta el futbol, quisiera llevarme una de la Sele y otra de la S. Me entra eso del síntome maicero, de la necesidad de verme y hacerme notar pachuca y gallopintamente tica.
Me está entrando como una nostalgia. En la oficina no hago casi nada. Mis amigos me llaman solo porque sí, para hablarme, como si me fuera y si no regresara. El Patán me llama más que de costumbre y hablamos con más tiempo, como compensando ausencias futuras. Muchos quieren verme y despedirse, aunque en la vida real a veces pasemos más de estas diez semanas sin vernos. A todos les digo que seguiré disponible por completo, al otro lado del mundo, despierta cuando ellos aun duerman.
A veces me entra la duda. Escucho las noticias y a veces me queda una parte guindando. Capto mucho más de lo que hablo o escribo. Mi profe me dice que con una semana allá, ya hablaré fluido. Veo el video de Hitler y la Platina y no es todo lo que entiendo. “La Guerra está perdida” dice al final. La mía no. La mía apenas comienza.
Señores, es un hecho: a mis 37 años, por primera vez en la vida me voy de intercambio.
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