La negociación fue dura: “Hey, présteme al enano este sábado que me invitaron a una fiesta de cumpleaños y me dijeron que lo puedo llevar” y mi hemano: “NO”. Intenté de todo: amenacé, supliqué, manipulé. Eché mano a mi experiencia “Usté cree que es la primera vez que voy a cuidar un güila? Para que sepa que yo salía con toda la tropa del kinder SOLA y los llevaba al Simón Bolívar“, sin mencionar que iban todos amarrados de un mecate. De la psicología infantil “Ese chiquito necesita más independencia” y de la importancia de mantener la palabra “Usté me dijo que cuando cumpliera un año me lo prestaba y ya va para DOS” Y mi hermano: “NO”.
Finalmente, en una jugada maestra, lo convencí. Yo pasaba por ellos dos, mi hermano nos esperaba en un café cerca del salón de fiestas y yo lo llamaba cada hora y además, no podría separarme del enano ni un minuto.
Yo, por decir lo menos, no tenía la menor idea de las implicaciones del compromiso en medio del entotoramiento de poder pasar tiempo a solas con el piscuilo. Mi traje de batalla: jeans, camiseta fresca y medias nuevas. Llegamos de primeros a la fiesta y no más entrando, el enano se zafó los zapatos y se entregó a la juegadera.
Por DOS horas seguidas. SIN PARAR. Que en el tobogán, 360 mil veces. Que si los chiquillos iban para el trampolín, allí iba el atrás aunque pasara más acostado en el trampolín que brincando. Que el alboroto era en el inflable gigantesco apenas para mí tamaño, allá iba él arrastrándome de la mano para que le ayudara. Que encontraba una caja llena de bolitas, agarraba a bolazos al chiquillo más cercano. Que como todo estaba alfombrado en colchonetas, se caía al propio y quedaba acostado estorbándole a todo el mundo. Que la casita con forma de hongo, que el caballito, que el perrito que se mece, que el avioncito, que la piscina de cubos de espuma. DOS HORAS.
Al principio lo seguí a todas partes, pero como a los 8 minutos me cansé. Yo a estas fiestas suelo ir por compromiso y como no me dejan llevar a Fuser, entonces me siento a comerme todas las bocas, toneladas de palomitas de maíz y a comer gente. Así que pensé que no sería tan terrible sentarme un segundito. No tardé en empezar a comerme una palomita, cuando me cuenta que ya no lo veía. Y ahí la babosa de la tía a buscarlo.
Los papás primerizos estaban en las mismas mías. Ellos, yo, y las empleadas de las señoras ricas. Mientras la patrona llega vestida de boutique a preguntarle a las demás mamaces que si ya lograron volver a la talla 5, la fuerza laboral corretea a los chiquillos para vigilar que no se arranquen los sesos en los saltos mortales en los trampolines.
De mi hermano heredó no solo la pinta, sino también la actitud: “Querés un suspirito? ” “NO”, pero se lo metió a la boca, no le gustó y lo empezó a escupir. Yo, de reflejo, recibí aquella mezcla en la mano, sin servilleta de por medio. “Querés una papita?” “NO”. “Querés pollito?” (a ver si le roncaba sentarse con los demás güilas que estaban entrándole a las nuggets) “NO”. “Querés agua? (porque sudaba como caballero del santo sepulcro en procesión de viernes santo) “NO”. “Querés ir al baño?” “NO”.
Mi hermano llamó cada media hora. La peor llamada de todos fue “Hay que cambiarlo o el mae se rebalsa”. Lo agarré de la camiseta cuando pasó corriendo enfrente mío y le dije “Vamos a cambiarnos”. El se tiró al piso e hizo una pataleta a todo galillo. Lo agarré como una laptop y los obligué a meterse al baño. Seguía llorando. Le dije, in no uncertain terms, que o paraba la vara o no seguía jugando con los chiquitos. La amenaza nunca falla. Me dijo “zzziii”.
Pero esa parada en su actividad de electrón hiperactivo, marcó el inicio del fin. De repente se acordó que no era huérfano. Se asomaba por las ventanas diciendo “papáaaaa” con cara de perrito abandonado. Empezó a llorar y como no habla, repasamos todas las preguntas, agregando querés gerber (NO), querés hacer caquita (NO), hasta llegar a querés que te ponga los zapatos (zzzi). Se los puse, se me soltó y salió soplado hasta la puerta “papá, papá, papá”.
Antes de que lograra él salir, a lo Mohammed Ali (“Light as a butterfly”), me puse y me amarré los zapatos, me despedí de beso de la mamá de la cumpleañera, recogí mi cartera y el bolso de las mantillas y lo alcé cuando ya iba saliendo para la calle.
Encontramos a mi hermano a cuatro locales del salón de fiestas. La emoción de encontrar a papá fue apoteósica. Le duró como 22 segundos hasta que vio una fuente y decidió que quería meterse en ella.
Mi hermano lo convenció de volver un ratito a la fiesta- con papá incluido- para que la tía se pudiera despedir como la gente civilizada y disfrutar de mi fetiche favorito: lo de la pinta caritas. Por suerte ya papá estaba monitoreándole cada respiración, porque cuando vio la obra de arte en mi cara, se le fueron las 4 palabras que medio habla y era evidente que vio que este Tigre hablaba en serio.
Mi sobrino necesita más independencia, definitivamente mucha disciplina y límites claros para que no se convierta en un reycito de esos insoportables, que crecen para ser patanes. Yo, por mi parte, después de tan agotadora experiencia, necesito reconsiderar la idea de, algún día, tener hijos.
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