A 16 kilómetros del cráter del volcán Irazú, se empiezan a recortar, bajando la calle, con sus penachos de escobas de colores, con sus medias de abuelita varicosa a media pierna, con sus minifaldas de paletones forradas de papel aluminio, con ese paso marcado y ensayado por semanas, con los tambores fúnebres; que es lo único que se oye en Potrero Cerrado de Cartago, entre la bruma, ese lunes santo a las 6 y media de la tarde.
Frente a la Iglesia, paran el poco tránsito con sus maniobras. Ellos se creen centuria y en el viento helado de esa noche, enarbolan su estandarte de fondo amarillo ICE y con una águila negra, imperial y cervecera. Elevan al fervor de Semana Santa, las formaciones de bastoneras, abanderados y escoltas de los quinces de setiembre de escuela pública.
Todo el pueblo asiste y las casas se miran oscuras y abandonadas. Destaca el Restaurante y Hotel La Gregoria, abiertos 24/7 (no aplica para jueves y viernes santos) donde se supone que venden tortillas con queso deliciosas, una casa enorme y retorcida, de madera antigua, de color rosado tóxico que le desentona con los fantasmas que estoy segura la recorren de madrugada.
El Antídoto no me cree que antes, cuando no podía defenderme, me llevaban a las procesiones. Qué cómo suena el duelo de la patria y qué son los caballeros del Santo Sepulcro. Que me vestían de angelito para alguna de las paradas del vía crucis. Que llevábamos verduras al huerto. Que las muchachas, en el Barrio México mío y de Mimí, se peleaban para salir vestidas de palabra, de samaritana, de verónica o de la Virgen María y que se ofendían a muerte cuando la chapulinada las escogía por aclamación para la Magdalena.
El viernes, el Patán me avisa con todo el dolor que le leo en un correo escueto, que se murió su hermano. En este calor josefino al que le falta playa, me visto de azul oscuro, pañuelo y manga larga y me voy a acompañarlo sentadita a la par de él, en las gradas de afuera de una funeraria mientras él se toma una coca, se fuma un cigarro y me ve con sus ojos achinados, esta vez del dolor. Los dos sabemos que no hace falta decir nada.
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