Hay dos cosas que siempre hago cuando estreno sello en el pasaporte: hacerme una caricatura callejera, y permitirle a algún city tour que me destucen, haciendo paradas en trampas de turistas, corriendo como loca en 20 minutos de compritas y fotos y vineando un poco la historia de la ciudad en cuestión. Hoy hice ambas.
En mi hotel pulguero se duerme limpio y cómodo aunque las sábanas tengan zurcidos y la cama un huequito curioso en el respaldar al lado de una placa con el dibujo de una mujer. Casi casi diría que tiene toda la cara de haber estado antes en un motel.
En el Caminito, me metí a cuanta tienda pude y curiosié en cada puerta que encontré abierta. Recorrí una recreación de eso que llaman conventillos, que es el equivalente tanguero de nuestras cuarterías de inmigrantes. Al contemplar ese cuarto pequeño, mal iluminado, con una bacenilla, una cama y una silla, con tangos rodeándome por los cuatro costados, no puedo dejar de pensar en Mimí y su sueño de joven de venirse a vivir a Buenos Aires porque ella juraba que podía cantar tango. Cantaba todo el día, de hecho. En un lugar como este, en un tiempo como ese, con estas condiciones que hoy aparecen turisteras, pintorescas y hasta románticas, a una mujer como Mimí o como cualquier inmigrante no le hubiera quedado más que ser prostituta.
A la Bombonera afortundamente no nos dejaron entrar. Yo, al fúbol, no lo bajo. Algunos fiebres le tomaron fotos al estadio, pero yo ataqué las tienditas de recuerdos con la furia de un huracán caribeño. Nunca había comprado tanto y tan caro en tan poco tiempo. Por dicha son encargos y contra factura me pagan todo.
Finalmente, soy la feliz dueña de dos sombreros tipo gangster o a lo Gardel, que viene a ser lo mismo. Me siento orgullosamente canchera. No, no sé cuando los voy a usar en Costa Rica. Y sí, sí sé que allá nadie usa sombreros. Y es correcto, me vale un carajo si los usan o no porque igual pretendo usar los míos.
Los argentinos tiene prohibido viajar a las islas Malvinas, porque se consideraría un acto de invasión de un gobierno extranjero en contra de Inglaterra. Hay un monumento a los 800 muchachos masacrados en esa guerra y como desquite de la humillación que los hizo pasar Inglaterra, se le cambió el nombre a un regalo de la corona inglesa. La torre roja de aquel parque, ya no se llama más la Torre del Inglés. Desde 1982, año de la guerra, se llama la Torre Monumental. “Era todo lo que podíamos hacer” explica el guía.
La casa de Eva Perón fue destruida y arrasada. No quedó nada. Los militares no querían que se convirtiera en un templo de peregrinación y la mandaron a botar en 1955. Fue hasta el regreso de la democracia que se erigió un monumento en el mismo lugar para recordar a la mujer que muchos argentinos veneran como una santa.
El clima, perfecto. Aunque para esta época Buenos Aires tiene comportamiento de swampo, hoy ha estado fresquito, gris y ventoso, con casi casi lluvia pero al final no se atreve a llover. Para todos mis recorridos ha sido perfecto.
En el internet café, salí al auxilio de un ginguito. El gringo hablaba bien español, pero insistía en que solo había usado la máquina 59 minutos y le estaban cobrando 62, o sea todo UN PESO (treinta centavos de dólar) más. Yo me eché los toros completos dle gringo diciendo que se levantó de la máquina cuando marcaba 59 y del porteño diciéndole que dejara de joder, que pagar y listo. Intervine cuando el gringo no entendió la amenaza de “O pagás, o esto termina mal, porque lo que soy sho, te rompo la cara y no tengo porqué pagar ese peso por vos”. Me ofrecí amablemente de traductora y además de advertirle los peligros a los que se exponía, le ofrecí al gringo donarle el peso de la discordia. Resultó que el gringo tenía harina de sobra y era por necio que no quería pagar, partiendo del principio básico de que todos estos indios que hablan español me quieren coger. Me fui y los dejé en media bronca, no sin antes advertirle al gringo que ya sabía qué hacer la próxima vez que se encontrara con un extranjero en desgracia.
He llegado a la conclusión de que este país tiene como una crisis permanente más o menos desde la segunda guerra mundial. Los argentinos, en lugar de terminar de deprimirse, se lo toman con filosofía o tal vez es que les ha servido eso de desfilar en manada por el diván del terapeuta cada semana. Es un enorme desorden organizado, donde a nadie le extraña pero tampoco les molesta y todos andan esencialmente contentos y corteses con el resto del mundo.
Mañana regreso a un lugar mágico. Cruzaré el río de La Plata y me reencontraré con Colonia del Sacramento, en Uruguay.
Adjunto ilustración de mis entretenidas ocupaciones:
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