Se me había olvidado lo maravillosa y cálida que podía ser esta ciudad. No es la primera vez que vengo, pero cuando la conocí, está demasiado enterrada yo en eogísmos y broncas como para poder disfrutarla. Hoy, literalmente, la redescubro.
Hay un algo en el trato cordial de la gente, en eso del slow living, del disfrute de cada cosa, del nada urge; tan distinto a ese Santiago duro y estresado que dejé detrás de la cordillera, donde la gente ni saluda ni sonríe.
Recorriendo la feria de artesanías del Parque Recoleta, que viene a ser como una convención de hippies, tuve esa sensación que sin sonar kistch quisiera identificar con felicidad porque tenía ganas de hablar con todos, de sonreír con todos, de sentarme al sol, de decirles que qué bonitas cosas habían hecho. De lo único que me arrepiento es de estar recorriendo estas calles sola. Buenos Aires está hecho para disfrutarlo con alguien más, comer con alguien más, comentar con alguien más. Es tan lindo que entiende uno esos prejuicios malintencionados de que los argentinos son pesados. Nada más alejado de la realidad.
En mi hotel pulguero, no hay conexión de wi-fi, pero la recepcionista me dice que si me siento cerca de la puerta, me puedo colgar de la señal del vecino, que no la tiene con seguridad y se la presta a los huéspedes. Recién empezaba a escribir este post y se fue la luz en el locutorio donde estaba. Aunque llevaba más de una hora, no me cobraron ni medio peso. LLueve torrencialmente, con aceras inundadas y rayos. La gente se ríe y sigue caminando empapada. Nadie se enoja. Es un algo de saber vivir diferente. La gente pasea sus perros, en media Avenida Santa Fe me encuentro a una señora con un pastor alemán bebé. Ella se da cuenta de que me emociono con verlo y me dice “Te gusta, no? Tocalo, si él es un lindo, a todos los quiere“
Es casi un shock cultural. Y encima de eso, los hombres se saludan de beso, la gente se trata como iguales, las mujeres muy mayores siguen siendo exageradamente bellas, con esa sensación de competencia desleal que impregnan. Los hombres, como el que venía en el avión, el chofer, el que me recibe, tiene esa cara de estatuta florentina, una perfección perversa, el pelo largo y esa maravilla de acento con el que hablan.
Ya me comí un helado de Freddos, pasé a buscar empanadas y Strudel y tengo localizada la Farola para ir a comer Fugacetta. Estoy saciando mis hambres atrasadas, porque en Santiago, la verdad, comí pésimo y todo me cayó mal.
Mañana quiero ir a San Telmo, venir de nuevo a la feria y recorrer El Caminito. Me muero de ganas de ir a una tanguería, comprarme un sombrero a lo Carlos Gardel, ir a escuchar a la Gata Varela, toparme a Sandro de América y si d10s quiere, hasta al mismo Maradona.
Alguno de todos esos le leí alguna vez que Buenos Aires huele a jazmines. No sé si fue al Pinochetista de Borge. O tal vez fue Cortazar. No sé. Pero es cierto. En cada esquina. A eso es lo que huele, a jazmines.
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