Alzheimer, el alemán que me tiene loco. Margaret Tatcher, Ronald Reagan y Pinochet. De los tres se ha dicho que tienen demencia senil. Del tercero se dijo que era mentira, que murió lúcido y feliz. En todo caso, parece que tres de los principales responsables del dolor y la sangre en América Latina pasan los últimos años de su vida recordando las guerras que ellos mismos iniciaron, las invasiones que promovieron, los países y las ideas que arrodillaron, los muertos que acumularon, desde el Río Bravo hasta el estrecho de Magallanes. Dicen que el primer síntoma de la Dama de Hierro fue confundir la guerra de Bosnia con la Masacre de las Malvinas. El último pensamiento de Augustito debe haber sido de satisfacción por acabar con tanto comunista. No es de extrañar. Después de todo, bien se dice que uno siempre regresa al sitio/al momento/al lugar donde fue feliz.
Ya no estás más a mi lado corazón… Hace 15 años fui a una boda. Yo era la más joven de la fiesta y no bailé con nadie. Recuerdo haber admirado a una mujer, que tendría entonces los años que yo tengo ahora. Se veía segura, madura, bonita, simpática. Era la acompañante de un profesor mío de la universidad. Ella se llamaba como yo, Alejandra y la gente decía que tenía 4 hijos y era divorciada o se acababa de separar. Recuerdo que ese día quise ser ella. O por lo menos ser así, como ella, cuando tuviera su edad. El sábado fui a otra boda. Me quise vestir como una bailarina de tango, con un vestido oscuro y tornasol de pana. Con un collar de perlas de mentira que me llegaba a las piernas. Con zapatos con fajita al tobillo y de tacón, con el pelo recogido, con la tragedia en una canción. Mientras atravesaba el jardín del hotel hacia el salón, me vi en un vidrio y recordé a Alejandra, la otra, sobre todo cuando alguien me dijo “Buenas noches, señora” y era a mí a la que le hablaban.
La revelación. Ayer entendí. Yo pensaba que en algún lugar profundo, talvez vos habías descubierto que me querías todavía. Que por eso venís a verme cada cierto tiempo, me llamás cada ciertos días, me pedís cosas a mí que te puede hacer cualquiera de tus amigos. Que por eso te comportás así, como dolido, como imposible, cuando me ves con él y por eso me preguntás si soy feliz. Yo pensaba, un día de estos, en un almuerzo cualquiera, de esos que te digo que no a cada rato, confrontarte y decirte que fue hace demasiados años y recordarte aquel día que te fuiste y me pateaste el corazón. Me la creí, ¿ves? Hasta halagada me sentí, igual que hace tantos años cuando me robaste un beso. Porque era imposible entonces y ahora eso de que vos me quisieras a mí. Ayer, recién ayer, entendí. Vos no te arrepentís de nada, no añorás nada, mucho menos a mí. Para vos, todos esos años fueron apenas una pausa. Yo sigo siendo la que te saca de enredos, la que hace las cosas por vos, la mamá que te protege y te regaña y hace todo lo del inútil de su chichí. Yo a vos te sirvo. Y como no me quejo, me usás. Y si algo digo, si algo sospecho, me das migajas: una sonrisa, un apretón de manos, un brillo en la mirada. Nada más.
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