Cruzaron el Golfo de Nicoya en una noche sin estrellas, en una panga, cuatro mujeres solas, con los motetes a cuestas. Llegaron a la finca del Tío Jorge, en Abangares, hasta la tarde del día siguiente, todas sudor, todas polvo y cansancio.
La tía solterona, agotada, pidió descansar en la finca unos días, por lo menos antes de seguir hasta San José, donde las esperaba Rodolfo, el hijo sastre. La hermana accedió. Las otras dos por chiquillas, no opinaban: obedecían. Los días se transformaron en meses.
Un día la hermana dijo que suficiente y nos vamos y recogé tus cosas y si no querés venirte te quedás con Jorge que total siempre fue tu favorito pero yo me voy con mis hijas que Rodolfo también es mi hijo está espere que espere en San José y nos tiene casa.
La mayor de las chiquillas ya era una mujer. Yo me quedo con mi tía. Te quedás porque tenés un hombre- le reclamó la mama, entre dientes, casi con la mano alzada. Igual me quedo. Yo te la cuido. Hagan lo que les de la gana.
A la capital llegaron solo Brígida y Natalia. Rodolfo las llevó a vivir en una casita céntrica, cerca de la Polini, pequeña, pobre, pero limpia. Entre las dos lavaron, barrieron, arreglaron, para apropiársela a pocos.
Natalia veía por primera vez la ciudad, los carros, la gente de traje, bastón y sombrero, las señoras maquilladas, los parques, las calles; tan distinto todo, tan lejano.
Con el tiempo tuvo un primer trabajo, engavetó el acento, se compró el primer vestido, derritió sus trenzas y se hizo un moño, le entregó a la mama la mitad del sueldo, suspiró por un hombre moreno, el que luego fue “el papá de los muchachos”, en alguna vuelta en algún parque de esos josefinos.
Pero había días en que le daba aquello. Y se pensaba aun aquella chiquilla de vestidito de manta, sin zapatos, que recorría el campo cazando ardillas y loras que luego trataba de comerse asadas. Su último tercer grado de escuela. La maestra que le regalaba monedas para comprarse pinolillo en las tardes. El circo. La casa. Los vecinos, los primos, el Tata. Granada.
Ahora estoy mejor, verdad?, preguntaba, porque el remordimiento de ser malgradecida. Y Rodolfo, que había ofrendado su sueño de irse a vivir a Buenos Aires por traerla a ella y a la mama aquí, y que ahora cortaba y cosía telas en lugar se cantar tangos y vivir bohemio, le sonreía con tristeza.
Entonces el dolor se le asentaba.
Cuando nadie la veía, se iba al centro del patio, encerrado con latas. Alejaba los ruidos de la calle, de las pulperías, las cantinas, las casas de enseguida. Cerraba los ojos. Se diluían las montañas, la casa, el patio, la ciudad, el país. Solo quedaba Natalia. Y aquello, aquí, adentro, ardiendo. Y Granada, siempre Granada.
Entonces Natalia alzaba su cara al sol y extendía las alas de sus brazos. “Yo los batía con todas mis fuerzas, hasta qe me temblaban. Yo quería volar, volar, volar. Y volver a Nicaragua.”
Natalia, mi abuela, Mimí, que con acento tico siempre me dijo “Amo a mi patria más que a mi propia vida”. Su noción de patria era el recuerdo. El recuerdo se llamaba Nicaragua.
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