Al lado de la piscina de un hotel cinco estrellas, no se siente calor. Hay una brisa fresquita, como controlada por aparatos secretos escondidos en alguna palmera. Hasta las moscas que merodean la mantequilla batida con hierbas, se ven aseadas. Las sillas son cómodas, las servilletas de tela. Estamos convenientemente lejos de las otras mesas para poder conversar a gusto.
Aquí nadie ve los precios en el menú. Los millonetas porque no les pesa, ni el precio ni la conciencia. Los lavados wannabe, porque sabemos que hoy invitan: lo angurriento y lo muertodehambre debe venir ya en el “pool” genético. Escogemos sin asco ni consideraciones a las billeteras ajenas “A mí biskécito de langosta de entradita y unos camaroncitos jumbo de plato fuerte. Ah! y no se le olvide mi puré adicional y las zanahorias glaceadas…”.
Aquí nadie come como los peones, aquí nadie tiene horario, aquí a nadie le urge. Aquí es obligatorio disfrutar el ambiente y luego contarle a esos que están detrás de la cerca, para que envidien y se pregunten de dónde sale tanta plata en este país, quién es tan insensible de gastarse el salario de su empleada en un almuerzo, si algún día podré ir a un lugar así. Entonces, en lugar de cuestionarse la injusticia de la diferencia querrán ser ellos los diferentes, los superiores, los que pagan la cuenta con tarjetas que no tienen límites emitidas por bancos glamorosos.
El mesero detiene las ínfulas hambrientas. Primero nos toman la orden de las bebidas. Siguiendo su guión, comete el error de preguntar si querríamos agüita fría. Uno de los comensales, que estaba acomodándose la servilleta de hilo sobre los pantalones de sastre, como indica la etiqueta, levanta la cara y con furia mesiánica le espeta:
“ SÍ, PERO A MI AGUA DEL TUBO, ME OYÓ? Y A ELLOS TAMBIÉN. DEL TUBO!! NO QUIERO QUE ME TRAIGA DE ESAS AGÜITAS EVIAN DE DOS MIL PESOS LA BOTELLA Y NO HEMOS EMPEZADO A COMER Y YA TENEMOS UNA CUENTA DE DIEZ MIL PESOS POR UNA COCHINA COPA DE AGUA QUE NADIE NUNCA SE TOMA Y QUE SEGURO DESPUÉS VUELVEN A METER EN LA BOTELLA Y SE CLAVAN A ALGUEN MAS!”
El mesero inclina levemente la cabeza, sin discutirle y se va y regresa con las cocas lai, limonadas y tés fríos y cuatro copitas con agua. Del tubo. Yo la mía no la toco por analogía. Me explico: a mí me dicen eso que le dijeron a él con esa insolencia y yo le escupo el agüita, por lo menos y se la sirvo con una sonrisa. Luego me escondo detrás de las cortinas de terciopelo para verlo cómo se la toma.
Los comensales nos quedamos callados. El berrinche interrumpió la conversa y evidenció esa verdad que entre nosotros, no tenemos nada que decirnos. Se evidenció el marcaje de cancha: aquí hay dos que pagan y dos que comemos a costa de ellos, como invitadas.
Para tratar de arreglar su altanería, el grosero se defiende:
“No, que quede claro: a mí no me duele pagar por comer. De hecho ustedes saben que disfruto de comer bien. He pagado cuentas de miles de dólares en las capitales del mundo por comer bien y las seguiré pagando. Pero es que estos cabrones te meten agua de la más cara solo por joderte!”
Y el otro, que también invita, lo desarma:
“Mae, sí, talvez, pero cuando el pobre maecillo preguntó si queríamos agua, “del tubo, por favor” hubiera bastado”
Nota de la redacción: El protagonista de esta historia NO es el Patán que suele rondar estas Anchas Alamedas.
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