Sábado de cualquier mes del último año. Yo, sentadita en un pupitre de un aula de mi facultad, tratando de poner atención, pero molesta de estar escuchando anécdotas y logros personales en lugar de información útil.
Entonces la profe dice “Lo que Sole apunta es de suma importancia, porque blah blah blah”.
Me cambia la actitud. Quién es? De dónde nos conocemos? Le caigo mal o directo me odia? Será alguien de quién tenía que acordarme? Cómo disimulo ahora tanto aburrimiento? Cómo me muestro simpática?
En el recreo, se me acerca y me pregunta si ella y yo salimos del mismo Colegio. Resulta que sí. Tengo la excusa que los mayores nunca estábamos obligados a recordar a la mostacilla. Comparamos recuerdos, profes y conocidos. Queda claramente establecido que yo soy apenas dos años mayor que ella. Se agota el tema y entonces ingresa, pesado, el silencio. Digo cualquier cosa para salir del paso, algo así como “Qué tema tan interesante!” y de repente, me dice:
“Sí, vieras que mi novio es de Timboktú y viene todos los meses, ocho días al año a verme; todos los meses, sin faltar ninguno”.
A mí, me lo dice. Como para defenderse del ataque de mi presencia, de compartirme este pedacito de información personal que revela que tiene más de treinta años. A mí me lo dice, que no me conoce, que no sabe quién soy, que no soy su amiga ni su hermana ni su nada. A mí, para que me quede claro, por cualquier cosa, que a pesar de tener más de treinta, ella no está sola, que tiene a alguien que la quiere tanto, que paga una vez al mes un tiquete de avión completo y recorre el mar para verla.
A mí, que me quedo pensando si el Timbotucense tendrá novia en su país de origen y esto será un lance tropical apenas para las visitas de trabajo, como tantos otros. A mí, que me duele verle esa soledad, esa necesidad de reafirmarse con una extraña, ese “tengo novio, sabés?” que no me impresiona. A mí, que la palabra novio, ya para estas alturas de la vida, me parece demasiado quinceañera, demasiado decente. A mí, que talvez hace mucho, ese despliegue de plumitas de colores me hubiera hecho sentir secretamente humillada, obligándome a compararme, perdiéndome ante la exigencia social, pero que ahora, pensándolo, casi que me da lástima.
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