Supe que existía el día de San Valentín desde muy temprano en la vida. Mis libros de reading de la primaria, diseñados para niños rubios de ojos rubios que vivieran en un país rubio, año tras año comentaban de la tragedia de los tímidos y los feos y de la esperanza de recibir una, aunque fuera una, tarjeta de cartulina roja con rosado y vuelitos de papel bond y la preguntita “Would you be my valentine?”. Pero nunca entendí, exactamente, porqué si no se recibían tarjetas, uno era un fracasado.
Pasé muchos 14 de febrero sola. Muchos. Entonces me refugiaba en una versión de febrero de Scrroge y decía que todo eso de colores rojos, de chocolates, de tarjetitas melosas, de regalitos, de cenas, de salidas a bailar o a cualquier otro lugar, era un comercialismo alienado impropio de nosotros, los latinoamericanos.
Hoy en la oficina, varios me dicen que feliz día, que qué lindo amaneció hoy, que la amistad, que soy especial, que toda la cosa. No les doy mucha pelota. Como a las 10 y media, llamo al Patán, por cosas de brete:
“Don Cosito, cómo está? Tiene un toquecito? Podemos ver lo de la sociedad de Guate”
Ignora mi pregunta y me reclama:
“PORQUÉ NO ME HABIAS LLAMADO?”
Yo, de arrastradota, intento justificarme.
“Es que estaba con unos contratos complicadones. Le urgía algo?”
“No. Es que todos mis culos ya me llamaron. Solo faltabas vos. Estaba extrañado”
“Sus qué? No serán sus amigas, novias, hijas, mujeres?”
“Cuáles amigas? John Wayne no tiene amigas. John Wayne tiene culos!”
Y sigue hablando de su visión macho-western-subido de la vida. Pero a mí ni me importa ni me afecta. Al lado de mi teléfono, del mismo por donde el Patán me está reclamando mi falta de atención y cariño para con él, tengo un pichel de vidrio que me levanté del comedor. El pichel tiene agua. El agua tiene una docena de rosas rojas en botón, que amanecieron en ramo en la mesa de mi comedor y me sorprendieron.
A mí, que nunca me habían gustado las flores o los detalles, me llegaron tanto que atravesé con ellas en la mano la ciudad completa, incomodé gente en ascensores y llamé la atención de todos los vinos.
En su olor suave se resbalan los anzuelos herrumbrados que me dispara el Patán, apuntándome con su pistolita de agua.
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