Mi primer amor fatal no fue un Patán. Fue un vampiro, que es algo parecido, pero no es igual. Es una especie de Patán, pero con cholle, con estilo. Un Patán que no es ordinario, pero no por eso es menos atractivo.
Los viernes en las noches Mimí veía un programa de un tercio a un Drácula moderno, que vagaba por las universidades gringas buscando algo que no me acuerdo. “Cerrá los ojos para que no te asustés. Dormíte” me decía. Desde la primera vez que lo vi, no podía dejar de tenerlos abiertos.
Me atraen tanto como me aterrorizan. Es una sensación de placer que desencadena el miedo primitivo que me provocan, incluso cuando no enseñan los colmillos ni están guindados del pescuezo de alguna gringuita inocente. Son mi primer terror, lo que temo en los cuartos oscuros en el segundo antes de prender la luz.
No hay vampiro feo. Desde Bela Lugosi hasta George Hamilton (Love at the first bite), pasando por Gary Oldman (mi favorito, Drácula 2000) y hasta el mismo Antonio Banderas (Interview with a vampire). El día que Daniel Day Lewis o Jeremy Irons acepten el papel, me convierto en gótica y voy disfrazada al estreno.
Cada uno, en su estilo, ha sabido mantener los elementos del peligroso atractivo que ejerce un vampiro:
Su elegancia clásica, chic-europea, con sus gestos cuidadosos y sin embargo varoniles, el pelo oscuro, lacio, un poco largo, el pico de viuda en la frente, la capa roja y larga, su traje entero.
Ese algo exótico, su acento tan fuerte, la promesa de idiomas magyares, rumanos, la visión de castillos y Cárpatos, la inclinación leve de la cabeza cuando pronuncia con erRes muy marcadas “guT ivvvningg” y esa cultura de noble añejo, que se trae en la sangre – la propia- y no la da algún podrido colegio privado.
Y a la vez, su innegable tragedia. Esa tristeza profundamente antigua, el dolor de saberse eterno. Su furia con Dios. Ese susurro ajeno que me induce a querer a abrazarlo, a protegerlo, a salvarlo.
Es un hombre atormentado. Y a mí me encanta.
Hace poco llegó a la oficina un cliente belga, de madre húngara que cumplía, de cuerpo entero con todos los requisitos. Todos. Y encima, guapísimo. Yo, que soy la hablantina del grupo y además la traductora simultánea cuando hace falta, quedé absolutamente mesmerizada como dicen allá en el norte y solo podía contemplarlo, mientras él hablaba. Yo no podía evitar sonreírme a cada rato. Yo perdía a cada rato el hilo de la conversación. Mis compañeros me pateaban por debajo de la mesa.
El quería saber de deudores y juicios. Yo, de lo que le pasaba en las noches solitarias de luna llena.
Si me hubiera atrevido, tal vez le hubiera pasado un papelito que dijera algo como “venga para que me encaje …” los colmillitos, obvio.
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