Deben haber sido como las 4 de la tarde. Me subo al ascensor y espero. El cierre de las puertas se interrumpe de repente. Entra un señor mayor, canoso, elegante, de traje entero impecable. Parece salido de alguna película de los años cuarenta, con todo y Gardel y tango.
Intercambiamos los gestos ligeramente forzados de saludos leves a extraños. Empieza el ascenso lerdo, hidráulico. Él mira al techo, exasperado. Descubre el globito negro, disimulo ridículo de la cámara de seguridad del edificio. Baja los ojos. Sostiene su maletín ejecutivo. Y me dice, con la mirada fija en sus zapatos:
“Apenas para que nos vean besarnos”
Así, como de libro: “Besarnos”. No “darnos un beso”, no. Ni siquiera pidiéndolo. Besarnos. No “yo a vos”, con o sin permiso. “Besarnos”, me dijo, como en algo entendido, muy cerca, muy íntimo.
Se abren las puertas y él sale sin mirarme siquiera y desaparece en cualquier oficina.
No se fija que yo estoy sonriendo.
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