Tengo una confesión que hacerles. Mi jefe tiene una relación civil reconocida por el Código de Familia con una negociadora del TLC. Al tesorero del Sí lo conozco y lo saludo de beso. Mi oficina ha ilustrado los entretenidísimos esquemas del Semanario Universidad con cierta frecuencia. Hasta salimos en una película. Así es: Yo trabajo en el lado oscuro de la fuerza. Pero eso NO me hace corrupta, ni vende patria, ni consumista ni capitalista ni arrogante ni escazuceña ni mala persona ni millonaria ni enemiga de un modelo solidario. Ni a los que trabajan conmigo. Y el que no me crea, salado, puede jartarme viva o sentarse conmigo, sin consignas y sin gritos, a que le explique lo que quiera de lo que acabo de confesar.
Con todo lo que ha venido pasando, mis antecedentes confabulan solo para convertirme en una persona cansada.
Me tiene cansada que cuando mi pedigrí se sabe, traten de convetirme ruseándome con agua bendita de la fuente frente a la Biblioteca Carlos Monge. O se santigüen horrorizados en el nombre del Comandante en jefe, su hijo, Hugo Chaves, y el espíritu santo del Che Guevara. Me cansa porque yo siempre me encomiendo a esas mismas tres personas. Porque las admiro y las leo mucho antes de que estuvieran de moda.
Me tiene harta que amigos de años, hoy asiduos de marchas, manifestaciones, boinas y pelos largos, cuando me topan se sientan conmigo y me preguntan con un supuesto tono casual y evidentemente fingido, qué se dice en mi oficia del sí y del no, en una misión de espionaje Mata Hari en la que Sole, supuestamente conocedora los planes estratégicos del sí y los va a compartir al calor de una tortilla con queso. No. No los conozco. Y si los conociera, tampoco cuento.
Me tienen hasta aquí los que vuelven y repiten que esto es una dictadura. Y me molesta porque evidencia una absoluta ignorancia de periodos de nuestra historia y de la historia de América. Porque me parece ofensivo para los verdaderos perseguidos, detenidos desaparecidos, torturados y violados. Y no hablo solo de los chilenos. Hablo de cualquiera que haya sido víctima, en este país, de la persecución de un grupo privado. Hablo porque los conozco. No porque me han contado.
Me tiene ya frita la intolerancia, el odio, la tirria que se llevan entre ambos bandos. Me asustan sus niveles de fanaticidad porque los he vivido, escuchado y sufrido de ambas partes. Me preocupa como ambos se sienten dueños todopoderosos de la verdad y descalifican a los demás sin argumentos, valiéndose solo de insultos.
Me desgasta que todos opinen sobre lo que dice el TLC cuando ni siquiera lo han leído, pueden ubicar una parte del documento en un programa de radio o se ponen a hacer interpretaciones que ni siquiera una décima parte de los 17 000 abogados que hay en este país puede hacer técnicamente. Me molesta que se le falte al respeto a personas admirables como Luis Baudrit o Fernando Cruz solamente porque no se comparten ideologías. Me tiene abrumada la invasión de los foros de Internet con el tema, con las mismas cinco personas y los mismos ataques por todas partes.
Y en ese desastre de acusaciones, insultos, traiciones, sarcasmos, ironías, amenazas, estigmatizaciones e intrigas, yo tengo clara mi obligación personal e intento centrarme y leer, informarme, escuchar a las dos partes. Me echo todos los artículos de opinión de La Nación y también el Semanario Universidad. Escucho al menos tres veces a la semana Desayunos de la UCR y cuando puedo, a Amelia Rueda. Asisto calladita a algunas actividades y pongo atención a los puntos de vista. Me leo sentencias, argumentos, estudios, análisis. Y me armo de paciencia.
Yo no soy una indecisa. Ni tampoco una vendepatria ni una valeverguista por sentirme cansada de tanta mierda. No me estoy dando por vencida. Yo tengo muy claro qué es lo que está en juego, las cosas en las que creo y lo que yo, con mi voto, defiendo. Mi corazón, ese que tanto se pelean como si estuvieran en cuarto grado, sabe perfectamente de qué lado marcar la X que para muchos será fraudulenta el próximo 7 de octubre.
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