Entotorotada por todos los que afirmaron alegremente que podía yo convertirme en autoridá de respeto en temas de idioma, me enchaqueté y a la mañana siguiente, llamé con tono de urgencia y superioridad a la Facultad de Lenguas Modernas de la UCR, exigiendo que me comunicaran con el más gato y arrecho en el tema, porque la aquí suscrita tenía algunas consultas que hacerle de impresionante importancia.
No los voy a aburrir con detallillos sin gracia como que me hice pasar por importante periodista de la Imparcial y anuncié que me disponía a hacer un artículo a profundidad del tema, reconociendo mi ignorancia académica pero venteándome el hocico al afirmar que una de mis vagabunderías favoritas era inventar mis propias teorías e hipótesis sobre lingüística y comparaciones entre el español que se habla en América. Sin esperar invitación alguna, las expuse como cuando en el kinder se levantaba uno la enagua esperando impresionar agradablemente al compañerito que le gustaba con el espectáculo florido y pastel de los calzonillos. Tampoco les voy a contar cómo me hicieron acomodada y me dijeron que si bien eran ideas creativas, no tenían ni un cinco de ciertas.
Me pidieron que mandara un correo con las palabrejas de mi interés. Duré como tres horas en redactar dos líneas. Me comía esa condición que los gringos llaman el self-conciousness de saber que me estaba leyendo un filólogo doctor en lingüística, que con solo analizar mi semántica y mi sintaxis, sabría de inmediato que yo era un fraude. A pesar de mi vergonzoso correo, fui convocada a una reunión y me encargaron además, leerme como cuatro o cinco libros, que me hice tragados entre opiniones legales y llamadas de clientes.
Les comparto entonces, mis brillantes apuntes de las dos horas maravillosas que me regaló don Víctor Sánchez, director de Lexicografía de la Facultad de Lenguas Modernas:
Resulta ser que las palabras, como cualquier mata que me caiga en las manos, se mueren. Y se mueren porque poco a poco, por razones culturales, hay términos que se convierten en inoperantes, son víctima de una crisis o una crítica, se presenta otra propuesta o hay un adelanto nuevo que la supera. Es decir, dolorosamente idéntico a las razones de un divorcio. Y así tiene que ser, porque después de todo, la vida, como todos sabemos es heraclídea (“hera qué?- “-clidia” – “chanfle!”). Para que no se pierdan en esa exposición academicista que acabo de plagiar, procedo a la ilustración en términos legos: la palabra cable, para la generación de mi mamá, se refería a una comunicación, como a un telegrama, Hoy, cable, la misma palabra, tiene otro valor y se refiere más bien a la posibilidad de 170 canales de la misma porquería casi todos en inglés. Eso es porque Ella porque ella pertenece a la generación del telégrafo. La generación de cada quien en estos temas de lenguaje se mide dependiendo del medio de comunicación en boga cuando uno era chamaco. Así que saquen cálculos. La mía es de TV con hermano menor fungiendo como control remoto (“¡Que cambie el canal y no me discuta!”).
El origen de una palabra puede perderse. Por ejemplo, cualquier burro residente entre Peñas Blancas y Paso Canoas sabe o debería saber qué significa “yo sé la tusa con la que me rasco”. Pero al definir tusa, no cualquier burro sabe qué decir. Yo me rajé a opinar que eran las hojitas del elote, verde tierno, pero tal vez secas, para que explicara esa sensación de picazón de la frase. Pues no. Según un diccionario muy grosero (porque no explica y define con palabras que tampoco uno conoce), tusa es zuro. Y zuro, según el Drae, es lo que queda de la mazorca cuando se desgrana o se come y se seca. Es decir, el olote. Que era lo que usaban los campesinos para limpiarse el rabo antes de que tuviéramos perritos con relieve en el papel de doble hoja que hoy cumple la misma higiénica función. Es decir, de yo sé cómo y por dónde me limpio para ni ortigarme ni embarrarme, pasamos a la versión actual de “yo sé con quién estoy lidiando”. Me quedo con el dicho chileno para el mismo asunto: “no sabe la chichita que se está curando
Corrongo es de origen nacional, utilizado para algo muy bonito, asociado siempre a valores positivos particularmente de belleza. A mi generación le suena dulce, porque era una palabra usada por nuestras mamás y abuelas y esa relación, aunque hayan habido momentos al borde de matricidios, tiene su lugar en nuestro corazoncito. Es decir, por mamitas. Es una de las palabras que ya patió el balde.
Cursearse es de origen andaluz e implica la presencia de diarrea, supongo que por eso es verbo reflexivo, es decir, algo que ocurre sobre uno mismo, sin control. Llevada al extremo, como cuando se aplica a un güila insoportable, es una ofensa, como “curseado”, que equivale a “mierdoso”. Cursearse tiene el nicho en el cementerio al ladito de “corrongo”. Pueden llevar calas blancas o anturios.
Don Víctor tuvo la amabilidad de confirmar una de mis teorías empíricas. En inglés gringo se usan palabras de comida, como honey, pumpkin, sweetie, sugar, muffin, para referirse a un ser querido porque esa cultura le da mucha más importancia a la comida, como bien lo demuestra Super Size me y el ranking que tiene los Estachos en cantidad de obesos a nivel mundial. El español, en cambio, es más bocón o lírico y usa palabras sublimes como amor, vida, alma, para esos mismos propósitos porque, como cultura, lo importante es ser bien vivos y querendones. Para nosotros, el alma y la mente residen en el pecho, a la izquierda, en el corazón. Los dolores emocionales duelen en el pecho. Las ausencias se sienten ahí. Y no, no es evidente: los bribris te quieren con todo el hígado, por ejemplo.
Se esperan entonces a que remate el cuento completo en la segunda parte.
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