La última vez que tuve una cerveza en la mano, fue en una semana universitaria del año en que cayó el muro, dos junios antes de estrenar cédula. Cuando reclamé del sabor horrible, alguien me dijo que poco a poco me acostumbraría y me volvió a llenar el vaso. Al día siguiente, supe de cuatro amigos muertos por culpa del quinto, que iba manejando borracho.
El solo olor me marea. No aguanto el queque de Navidad, los ponchecitos de tés de señora o el licor en los postres. En los vinos, se me escapan los matices de madera, frutales o ahumados: todos los vinos me saben a lo mismo, un fresco de uva amargo. Me defiendo de invitaciones amenazando que con una gota se me abren las piernas, que no respondo. Las bocas de chifrijo me dan agruras, y las fritangas, mal de estómago. Ya no puedo comer patacones con frijoles, yuquitas o garbanzos con pata e’chancho sin pensar en empachos y presiones altas.
Tengo cicatrices de infancia que llevan la marca de champagnes muy caros y licores nacionales y baratos. Los borrachos me dan un dolor-miedo cuasi- nostálgico y la necesidad abrazarme las rodillas y borrarme en un puño. Pero en una mesa de tragos, cuento chistes que hacen atragantarse de la risa a cualquiera y disimulo muy bien un guaro que no es triste, ligador o vaquero, ni triste: es payaso.
Pregunto y me dicen que charral-charral, piso e’ tierra, con bancos de palo, atendido personalmente por su propietario (ese, “Memé Pajarito”), cantina de pueblo, que ni siquiera disimula haciéndose llamar “restorán de ambiente familiar”, que no es un lugar para mí y para mis gustos.
A mí me tiene obsesionada la musicalidad del nombre:
MeméPajaritoMeméPajaritoMemé Pajarito
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