El primer día, me sorprendieron cosas de lo más cotidianas:
Amanecemos en el mismo cuarto (“la pieza”) donde nació el Antídoto, donde pasó sus primeros meses, antes del exilio forzado. En la pared hay un recorte de periódico de hace muchos años, un reportaje de la educación en Costa Rica, en la foto, el orgullo de la abuela: su único nieto.
El agua sale caliente por obra y gracia a San Califon. Algo que funciona a gas y con llama y que la abuela nos explica con la paciencia de quien le habla a recién llegados del trópico, donde no se conocen tales adelantos. Igual no aprendo a regularlo, y todos los días comprendo cómo se pelan las gallinas con agua hirviendo.
No hay cable. Pero no lo noto, porque mientras nos alistamos, no sin algo de nervios, escuchamos el matinal de TVN, casi igual que en la casa. Yo pongo atención para que me sirva de sparring para enfrentarme con el acento chileno.
El pan está fresco y rico siempre, aunque tenga tres días, aunque sea recalentado, aunque se deje afuera. Nunca se estira como un hule ni decepciona. Nunca. Y se llama marrauqeta, ayuya, pan amasado. Jamás pensé que dejaría de echar de menos mis tortillas. Pero sospecho que no me acostumbraré a comerlo con dulce de leche o con aguacate.
La Abuela pulsea el regreso definitivo, con métodos subrepticios e indirectos. Con menos de dos horas de conocerme, me prepara una emboscada y cuando me tiene cercada en una esquina de la cocina estrecha, se seca las manos y me pregunta, al cuerpo, si yo me acostumbraría a vivir en Chile. Todos los días, todos sin falta, me haría la misma pregunta y a veces varias veces al día.
Salimos tomados de la mano y el día está tan claro que parece blanco. Aun hace un poco de frío. A menos de una cuadra, se alza la Moneda. Santiago es como si fuera mío. Aquí, yo no ocupo mapa. Aquí, yo me siento en casa.
Aunque me siento feliz por estar aquí, con el Antídoto, en ese momento; al ver la Moneda no puedo evitar que se me salgan las lágrimas y de nuevo la veo a blanco y negro, con el Chicho en el balcón, sonriente, saludando al pueblo.
Me volteo a la izquierda para contemplar la única estatua de Allende que he visto en Santiago.
“Volví, ¿viste?”- le digo desde muy adentro- y siempre de la mano del Antídoto sigo con la conversa neurótica con un pedazo de piedra. Se lo muestro, orgullosa: “Y a él, te lo traje de regreso”.
El Antídoto debe tener sus propios diálogos con el reencuentro. Cuando me fijo con cuidado, me doy cuenta de que él también está llorando.
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