Si hay algo que le deberíamos copiar al modelo chileno no es la policía represora ni el milagro económico conseguido a precio de dictadura de 17 años. Es la forma de celebrar la independencia. Esta isla tuvo la oportunidad de pasar un dieciocho (de setiembre) en tierras araucanas y la verdad que quedé de boca abierta y asombrada ante el nacionalismo, la alegría y la forma de celebrar la cosa.
Se empieza a planear desde mucho tiempo antes, porque lo acostumbrado es hacer un asado de verdad, y no, como bien dice el Antídoto, perpetrar actos de carnicería contra el cuerpo de una pobre e inocente vaca y al resultado piltrafa decirle bisté. O sea, es carne de la de a de veras, de esa que a cojos de espítiru como yo nos hizo caer en actos corruptos contra el vegetarianismo. Y me supo a gloria (aunque pasé devolviéndola luego toda la noche, precio ínfimo a pagar después de 5 años de no hincarle el diente a un bisté). El asado se hace con los amigos más cercanos, la familia, la pega (el brete), o con quien sea, pero en grupo. Hay vino, ensalada de papa, choripan, que es algo como un hot dog, pero más rico, y mucha música.
En la mayoría de los comercios, la gente anda vestida con el traje típico, en los parqueos se encuentra uno juegos tradicionales. Llega uno a parquear el carro y tiene la oportunidad de ganarse un premio si logra tirar una moneda a cierta distancia, como los huasos de antaño.
La gente en la calle le dice a los demás que feliz dieciocho, las noticias hablan del tema, la gente anda alegre y parrandera y hacen un equivalente a fiestas de Zapote en un lugar grandote que se llama el Campo Marte, con chinchorros, restaurantes de carpa, venta de empanadas, de vino, de bebidas, bailes folclóricos (la cueca), y entrándole a la cantada. El día dieciocho propiamente hay desfile del ejército en el mismo lugar y como bien decía un amigo de la izquierda, “A todos se nos sale lo milico y hasta orgulloso se siente uno”. En uno de esos fue que la actual presidenta salió encaramada en un tanque, de fuerte casco y todo. Hay hasta aguinaldo dieciochero para los pensionados: diez mil pesos chilenos. Y para gastarlo, ofertas cuasi navideñas pero de independencia.
Ante aquel alboroto, yo caí casi en cruz del asombro. Entraba en todas las tiendas a curiosear y salía cargada de empanadas, banderitas, sombreros o cualquier otra carajadita alusiva. Después del tercer saludo, hice gala de mi capacidad de acentos y a todos con desempacho los felicitaba de vuelta por las fiestas patrias, y preguntaba que a dónde iban a celebrarlo, informando con detalle de mis planes.
En mi dieciocho fui a dos celebraciones: Una en la Asociación de familiares Detenidos Desaparecidos, con Gabi y la turba. Fue increíblemente divertido, con todos cantando, y bailando y haciendo molote. Me comí como sepetecientas empanadas de pino. Es gente a la que le desparecieron hijos, hermanos, esposos… y aun así encuentran dentro de ellos la alegría para seguir viviendo y no ser amargados. Son, para mí, ejemplos. Vino mucha gente del partido comunista, entre ellos un abogado que casi me caigo de espaldas cuando me lo presentaron: Se llama Santiago Salvador. Al final de la fiesta, se gritan vivas a Allende y a Chile, porque, como bien dice el Tugo, no olvidamos.
La segunda fue con el capitán y su turba. El capitán, tiene el rango de verdad de la Fuerza Aerea Chilena, y además de un cuerpo especial que se llaman los Boinas Negras. El resto de los amigos habían sido marinos o infantes de marina. Milicos, al fin de cuentas. No puedo decir que no me divirtiera, pero en cierta forma tétrica y macabra, por varias razones que de seguido les comparto:
Primero porque no podría dejar de pensar que era una infiltrada en el otro lado, y ellos, entre risas y pullas me lo hacían saber a cada rato. “Comunacha”, me decían, forma despectiva de decirme comunista- inmerecido halago, por demás; que a la vez sirve para decirte que sos buena para otras actividades horizontales pero no se considera vulgar la frase, a menos que algún chileno me corrija. Viene de “como un hacha, buena para las cachas” que en Costa Rica vendía a ser algo así como “le cuadra la vara”.
Segundo porque ya curados (borrachos) querían poner los bandos militares de Pinochet, del 11 de setiembre y ahí sí bajé la mano y dejé de lado el disfraz de turista simpática y modosa y escucharon de mi boca los elementos más floridos y clásicos del pachuquismo costarricense, acordando que, si bien no entendían exactamente la amplitud de mis insultos, uno de ellos sonaba a sapo culiao y probablemente era mejor desechar la idea poner los famosos bandos.
Tercero porque el vecino de al lado sí era de los nuestros. Al escuchar la música milica de nuestro asado, puso canciones de Violeta Parra y de Víctor Jara a toda garganta. Los milicos le subían el volumen. El vecino le subía más. Los milicos lo insultaban entre dientes. El vecino los mandaba a la punta del cerro de forma menos elegante y a viva voz. Fue tanto el pique, que en algún momento el vecino se encaramó en su escalera, y asomándose por encima de la tapia nos dijo “Disculpe vecino, oiga, es que tengo una pregunta: cómo era que se llamaba ese cantante de la nueva canción chilena que ustedes los milicos le destrozaron las manos y lo torturaron hasta matarlo en el Estadio Chile?”. Hubo un silencio asesino en la mesa. Yo, sin darme cuenta a tiempo, y pensando en que debía ser ejemplo de la cortesía centroamericana, alegremente le respondí de inmediato “Víctor Jara! Se llama Víctor Jara! A mí también me encanta”. Y el vecino, feliz y con sonrisa mordaz de haber encontrado aliada, me saludó desde la tapia con el puño levantado al aire.
Cuarto porque los escuché contar historias que ellos celebraban a carcajadas pero que a mí me erizaban el pelo. Como cuando en plena dictadura fueron a un concierto, se sentaron en primera fila, y cuando Ubiergo empezó a cantar se levantaron disparando al cielo y ordenándole que no cantara mierdas comunistas, que cantara cosas nacionales. O de cuando destrozaron en una academia un pez espada, regalo de Fidel Castro, ante la orden de un capitán y cuando ya sobrios, observaron el destrozo, trataron de surtirlo por un pez recién muerto que apestó el lugar entero, pero los felicitaron, por los actos a favor de la patria. O de cuando estuvieron 8 meses en una isla del estrecho de Magallanes, solos, esperando a los argentinos para iniciar una guerra fantasma, y terminaron casi convertidos en baguales: animales salvajes.
Pero en todo caso, habiéndolo visto de ambos lados, con todo y sus bemoles, me quedo con la forma en que celebran los chilenos su independencia. Deja a nuestro himno de las 6 de la tarde y nuestros desfiles de bastoneras en cuestionadas minifaldas muy por debajo y a uno como hambriento de una cosa así que lo haga sentirse como más nacionalista sin estar re lucas y como más unido. Digo, a uno como que le hace falta esa sensacioncilla.
Por eso, este fin de semana, la suscrita, en compañía de los compadres (el Antídoto y Tugo), vamos de colados a la celebración de la independencia chilena que organiza la comunidad aquí. Ya los tengo advertidos que me vestiré con mi camiseta de la bandera chilena, que ellos envidian; que nos matriculé a los tres en el concurso de canto para echarnos algo bien revolucionario; que lleven pañuelo porque planeo bailar cueca y aprender cómo hacerlo en el proceso; que me alejen del vino porque amenazo con pasármela cantando tangos y que sobre todo, ya estoy ensayando mi super acento para mimetizarme a gusto el sábado, a la chilena: Cachai la wuevá?
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