Yo las vi.
Iban llegando una a una. A pie, en el metro, en un busito que las deja cerca.
Se parecen un poco a Ella. Con más de cuarenta, la mayoría con más de cincuenta, una que otra de sesenta. Gorditas, casi todas. De pelo rubio, de tinte casero comprado en una farmacia.
Pantalones anchos y blusas con estampados discretos y colores suaves. Algunas llevan un bolso de agarraderas cortas. Hay un algo en sus ojos. Se llenan de lágrimas, unos. Otros, se llenan de furia.
En la plaza, sacan sus fotos, y se las ponen en el lado izquierdo del pecho con una gacillita, encima de su corazón. Entonces a algunas se les derrama una lagrimita, y otras, de las que aun no derraman la furia, la toma de la mano para darle fuerza.
Sacan la enorme bandera de barras y estrellas. Y como otras madres antes de ellas, caminan en círculos, en el Union Square de San Francisco, pidiendo que sus hijos regresen sanos y salvos. Que les permitan, por lo menos, verlos una última vez y enterrarlos. Sus hijos, desparecidos por otro ejército, lanzados a un mar de arena, al otro lado del mundo, por la libertad y la independencia del país que también, como otros gobiernos antes que él, las trata de locas.
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