Ando rebotando de cine en cine. Veo cosas de la más diversa naturaleza. Ante la consulta de “qué hacemos….?” Yo corro a buscar el periódico en la sección de horarios de películas y encuentro la función y sala más cercana, aunque la segunda parte de la pregunta sea “…con las garrapatas de Fuser?”.
Entonces, el otro día nos vamos el Antídoto y la suscrita a ver “Rescate en la Antártica” . Peli hecha para perrófilos (enamorados de sus perros). Yo iba haciéndome la valiente porque ya había leído en la crítica de La Nación que como cinta era medio chueca, pero que salía uno disparado a agarrar a besos al peludo y embarrialado que destroza los muebles, le ladra a los vecinos y cree que mi apartamento, es en realidad, su perrera amueblada.
La parte del diálogo de la película era una soberbia porquería. Pero cuando los ocho perritos quedaron solos contra la nieve y la naturaleza, empezó la lloradera. Desde que vi Mar Adentro, no lloraba tanto en un cine. Sin la previsión de robarme suficiente servilletas cuando compré las palomitas, trataba de aguantarme los sollozos como los grandes. Pero no pude.
Lloré cuando los abandonaron, encadenados en la nieve, a sabiendas que venía la peor tormenta- como siempre- de los últimos 25 años. Lloré cuando el más viejito, con hambre y tristísimo, no quiso soltarse y se quedó a morirse. Lloré cuando uno de ellos, el más juguetón y simpático, se malmató de un guindo y quedó gimiendo. Cuando los demás le pusieron encima el hociquito y lo lamían. Grité del susto – en voz alta-cuando de la ballena encallada salió un león de mar computarizado a comerse al perro que arrancaba un pedazo de carne para compartir con los amigos. Lloré cuando esa misma foca gigante le mordió la patita a la única hembra, la líder del Grupo. Cuando llegó el desamorizado del dueño a rescatarlos, seis meses después. Cuando el más vivaracho de los perros lo llevó al reencuentro con la perrita herida, que ya se había echado a morir y como corresponde, resucitó de amor para irse con su amo.
Y no lloré solo yo. El cine entero moqueaba al unísono mientras los pocos enanos que andaban con los papás preguntaban extrañados porqué todos los grandes llorábamos. Las mujeres no se esforzaban en disimular. A más de una la pareja le dejó marcadas las manos donde él la agarraba bien fuerte para no soltarse a moco vivo. Tuvimos que leer todos los créditos para no salir con los ojos tan hinchados.
Pocos dolores tan sentidos he tenido yo en el cine. Y pocos tan capitalistas. Lo que queda claro es algo que para mí, desde mi primer muerto, ha sido evidente: yo tengo un pésimo manejo del trauma de separación, con cualquier cosa que me sea querida.
Cuando fuimos a ver Hotel Ruanda, la gente no lloraba. Cerraba los ojos para no ver. Le chocaba ese espectáculo de sufrimiento. En Ruanda eran seres humanos de carne y hueso. En esta película eran ocho zaguates con doctorados de Harvard en conducta y entrenamiento que humillan a perritos silvestres como el mío que no le ronca venir cuando se le dice su nombre y está acostumbrado a que le aplaudan cuando le ladra a imaginarios pafaritos. Lo de Ruanda pasó y lo vimos en las noticias. Lo de los perritos, se le dedica a los científicos polares y sus mascotitas. Los perros sobrevivieron 6 meses sin comida. En Ruanda murió un millón de personas en cien días.
Por un perro, todo. Por un negro, nada.
Ya decía aquel maestro en La Historia Oficial cuando se sentó a tomar café con Norma Leandro y a abrirle los ojos para que pudiera ver a los desaparecidos “Nada más conmovedor que un burgués con culpa”.
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