Hace meses, durante dos semanas, cada noche aparecía una flor roja encima de mi pitufito azul, en el sótano del parqueo de este edificio comemierda en el que trabajo en Escazú.
Después, un papelito amarillo de esos que se pegan y despegan, con un recadito que pretendía ser vulgar o provocador, en remedo de inglés, un intento de ridículo, pegadito en la ventana.
Luego silencio. Por más de seis meses, silencio.
El viernes, en el mismo parqueo, al final del día de esclavo, mi pitufo apareció chocado en un guardabarro, sin que se conozca responsable o motivo.
Los análisis y observaciones de especialistas y bateadores demuestran que el perpetrador es grande, matón, color champán o doradito y se presume que el golpe ocurrió tratando de colocarse al lado mío en reversa, dándose posteriormente a la fuga, como corresponde a los cobardes. Yo, del colerón, ni me animo a asomarme ni a opinar.
Puedo haber sido, como suele ser, descuido propio. Yo me doy cuenta si choco solo si reboto en el asiento o el pitufo da vueltas conmigo adentro.
El guarda del parqueo opina que también pudo ser despecho.
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