Mañana tengo cita donde el dentista.
Preveo que la cosa va a salir mal, porque llamé, pedí la cita y en lugar de decirme “martes a las cinco y media” me gruñen “uy qué barbaridá, si hace tiempos que no viene….milagro que se acuerda del teléfono…”
Debe ser por eso que se me cayó una calza en una lucha diente a diente con un confite de esos de azúcar endurecida a nivel de piedra que me compré contraviniendo todas las normas de higiene y salubridad en un puesto callejero en una plaza en Santa Ana en El Salvador (que en nada se parece al Miami wannabe que padecemos hacia el oeste de San José), junto con otra bolsita de porquerías, todas dulces, todas denominadas cajetas con nombres locales que ni recuerdo pero que incluían, por ejemplo, leche de burra y jalea de manzana. Ese día, evidentemente el confite ganó y yo sentí el destapar de un diente.
Entonces mañana no pasaré en paz en todo el día, pensando en el dolor de las tres inyecciones que me tienen que poner de anestesia (primero me ponen en spray, luego como con una masita y después me inyectan. Cada vez que siento dolor o me lo imagino, levanto un dedito y viene pinchazo de repuesto), en advertirle al dentista que para evitar que yo me mueva o brinque involuntariamente le recomiendo amarrarme a la silla y que no me ofende, en esperar en una salita con una revista vieja mientras del otro lado se cuelan los gemidos de esos cuando uno tiene aparatos en la boca y no puede aullar a gusto, en el sonido insufrible del taladro. En la manguera en la boca. La raspadera de la limpieza. Ya siento que me duelen todos los dientes. Todos. Hasta los que no tengo.
Ya pienso que mejor que me los apeen todos y me indiquen una chapa perfecta con sonrisa de gringo simpático, de clase media, frenillos y dientes blanqueados. Ya pienso en que me va a insistir que vuelva de nuevo, por gusto, a encaramarme la tortura de unos frenillos. Ya pienso que mañana al medio día y durante el resto de la tarde voy a hartarme de todo lo que se me antoje porque en la noche voy a quedar con la boca como si tuviera un derrame, sin ánimo de comer nada, babeando de la anestesia que exijo me pongan cada 10 minutos por mi pobrísimo umbral del dolor, y botando migajitas de lo que me coma por el lado anestesiado, sin darme cuenta porque perdí la sensación de todas las cosas de ese lado.
Si yo fuera tan bocona digo ser y que en realidad no soy porque en la vida normal se me impone eso de ser modosa, mañana cuando llegue me sentaría de brazos cruzados antes de que me pongan el babero y me fuercen a la posición horizontal y muy seria le diría a mi dentista sus instrucciones:
“No quiero que me diga ni verga. No me enseñe el daño en el espejo. No haga expresiones de qué horror es esto. Ahórrese las explicaciones de qué es lo que tengo. No me pida que le sostenga aparatitos ni que abra los ojos para ver instrumentos. No me pregunte si quiero o no que me haga esto o aquello. Haga lo que tenga que hacer y dígame cuándo vuelvo”.
Pero ya hay apuestas de que no me atrevo.
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