Esta semana a pesar de todos mis intentos, ofrecimientos monetarios, manipulaciones y pataletas, no conseguí a nadie que llevara a mi pitufito a Riteve (pendiente desde octubre del año pasado). Así que me levanté amaneciendo, alisté a Fuser y su neceser perruno, lo deposité en el kinder (llegó de primero y feliz porque habían bastantes “pafaritos” que espantar a ladridos) y me dirigí a la estación de Rieteve donde saqué la cita, que queda allá en el monte. Tercer semáforo de la carretera a Limón a la derecha.
Tomé las previsiones necesarias: micro falda y cara de burra. Durante los escasos 40 minutos que estuve en el lugar, inicié preguntándole a la primera persona en uniforme que vi que me diera un detalle completo de lo que tenía que hacer y en dónde. Cuando me tocó la revisión, con carita de estúpida respondí a la solicitud de “prenda las luces bajas”, que no distinguía una de otra y que nunca he sabido donde prenderlas. Lo mismo dije con “abra la tapa”, “accione la chunchita que tira agua”, “prenda la luz del freno”, “avance” (Nota de Sole: en esa me pasé… pregunté “Hacia adelante?”) .
Pasé rauda y veloz por toda la prueba, pegando gritillos de asombro cuando me movían las ruedas y preguntando a cada paso “y qué? Cómo salí? Qué chustirijillo!”. Probablemente las feministas me odiarán por reforzar el estereotipo, pero yo soy de las que pienso que hay que aprovechar las ventajas que da natura y allá los brutos que nos benefician por eso. Eso no me hace ni más ni menos ser humano, ni más o menos burra; pero eso es tema para otro cuento.
Y hoy pagué mi marchamo. De nuevo yo solita y sin ayuda. Es rara esa sensación de sentirme no clandestina y en regla (recién el 3 de enero renové licencia vencida hace dos años) por primera vez en mucho tiempo y de no temer los operativos de la policía de tránsito. Hasta ganas me dan que me paren para ver qué se siente rogar para que no me pongan un parte o decir que ayer me robaron los papeles del carro… me durará hasta octubre esta sensación de cumplida. Y luego, vuelta a la emoción de andar ilegal.
Y hoy, por venir pensando en la inmortalidad del cangrejo y el poder inconmensurable de la libertad de libre tránsito gracias a que el Gobierno de Costa Rica considera que mi carro es apto para el camino y yo para conducirlo, lo que habla muy mal de su capacidad de análisis, pasando por la Clínica Bíblica casi atropello a una viejita con su nieta.
Frené en seco (por suerte no me dieron por detrás) y las invité a pasar la calle con mi mejor sonrisa de tolerancia… hasta que vi a la señora. Tan parecida a mi Mimí y a sus ojos negros. Y su nieta, tan parecida a mí a esa edad. Caminando como caminábamos nosotras, la abuela erguida y contenta y la nieta llevándola del brazo, no porque le cueste caminar sino porque querían ir de la mano.
Y pensé en que si mi abuela hubiera sido chilena, podría decirle que la echo mucho de menos; si hubiera sido tica, que me hace muchísima falta, para todo, para tomar feca jugando al billar, para cocinar juntas, para caminar, para rememorar, para querer, para oír tangos, para cantar, para que me cuente historias, para que me repita que tengo que aprender a vivir, para oírla otra vez reír, para abrazarla y que me abrace y decirle lo que no le pude decir suficiente, una y otra vez, que la quiero. Que la quiero mucho.
Pero como mi abuela era nica como lo soy yo en la mitad del lugar donde importa, en esa isla de solentiname del corazón, sé que lo único que podría decirle y que ella podría entender desde la memoria donde vivimos es “No me hallo sin vos”.
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