Nota de Sole: Se dice que Diógenes fue vendido como esclavo, cuando ya era un anciano. Hay muchas más historias de cuando aun estaba en Atenas, y por supuesto, de la subasta de esclavos en la que lo vendieron. Este cuentito se ubica con Diógenes ya como esclavo, en los últimos años de su vida.
Durante el viaje a Creta, compré para mis hijos a un esclavo viejo, pero elocuente, de aguda inteligencia, para que fuera el tutor de Georgios, el más pequeño. El fue un segundo padre para mi hijo, lo educó de forma poco convencional y hoy, mi Georgios es un hombre que no es mejor ni peor que los demás, es simplemente feliz.
Cuando Alejandro, el Grande, llegó a Corinto, ya era un héroe a pesar de ser aun casi un niño. La ciudad entera se volcó en las calles para recibir y vitorear su reciente conquista de Grecia y hubo un acto enorme de celebración al que los ciudadanos estuvimos invitados.
– Han venido todos y se los agradezco– nos dijo, con humildad en sus ojos limpios.
– No todos– se atrevió Georgios, divertido, a corregirlo- Diógenes, mi maestro, no ha venido a hincarse ante el gran Alejandro.
Presa del pánico por su imprudencia, intenté justificarlo alegando que Georgios era un niño de imaginación inquieta, que jamás hubiera querido desafiar a Alejandro el magnífico o su poderío. Temía por su vida y la mía, pero Alejandro se mostró curioso y quiso saber más de ese tal Diógenes que no le rendía pleitesía. Cuando los demás le contaron de la vida del maestro de mi hijo, de lo que se contaba de él en Atenas, Alejandro dejó su espada a un lado y empezó a subir la colina donde le tuve que decir que podía encontrarlo, sentando en la cima, tomando el sol, descansando.
– Soy Alejandro el Grande– le dijo.
– Y yo Diógenes el cínico. Encantado– le respondió, sin inmutarse. Hubo un momento de incómodo silencio.
– ¿Me temes?- quiso saber Alejandro
– ¿Por qué habría de temerte? ¿Qué eres: una cosa buena o una cosa mala?
Tuvo que pensar su respuesta. Repasó su vida y sus conquistas y lo que faltaba por hacer y de lo que se había arrepentido. Y sopesó todo aquello y al final, inseguro, con la voz del final de las batallas, con esa que tiene algo de nostalgia, contestó:
– Creo que una cosa buena
– Entonces, ¿quién podría temerle al bien?
Alejandro sonrió y quiso hacer algo por ese viejo tirado en la cima de una colina de la pequeña ciudad de Corinto:
– Pídeme lo que quieras Diógenes, que es la primera vez que un hombre no se convierte en siervo a la mención de mi nombre ni cae de rodillas ni me adula con comentarios vacíos. Te has ganado mi admiración y mi respeto. El mundo es mío Diógenes, yo lo he conquistado. Pídeme lo que quieras y te será concedido.
Diógenes no le contestó durante un largo rato. Alejandro esperó con paciencia, de pie, sin atreverse él, el gran Alejandro, a interrumpirlo o a urgirlo con su respuesta. Y entonces Diógenes le hizo su pedido:
– Ya sé lo que quiero, Alejandro. Quiero que te quites de ahí. Me tapas y estorbas la luz del sol.
Alejandro tuvo que aceptó su derrota y bajó de la colina pensativo. Cuando se supo en los cuarteles de su ejército lo ocurrido, los soldados se burlaban a grandes risas del loco de Diógenes por desaprovechar la oportunidad que le había sido concedida. Alejandro los escuchó y furioso, porque sólo él conocía la extensión no solo de su imperio sino de su infortunio, les dijo:
– Cállense! Ya basta! Ustedes no entienden ni la grandeza ni la libertad de ese hombre. Créanme cuando les digo que si no fuera Alejandro, me gustaría ser Diógenes.
Después de aquella visita, durante muchas noches Georgios le pidió a Diógenes que le repitiera el encuentro con Alejandro y que le contara de sus conquistas y batallas y los mundos conquistados. De Persia, de los elefantes, de todas las ciudades que fundaba a su paso, todas bautizadas Alejandría, de aquella que tenía la biblioteca enorme y muchos sabios. Georgios se lamentaba de ser aun un niño y no un hombre fuerte, un soldado de Alejandro, conquistando el mundo a su lado:
– Yo quiero ser el general favorito de Alejandro, Diógenes. Enséñame a ser soldado. Dicen que Alejandro lo ama tanto que comparten el mismo cuarto, los mismos caprichos, el mismo respeto, como si el general mismo fuera Alejandro– decía emocionado mi hijo.
Diógenes, sonriente, le respondía:
– Georgios, busca más allá de lo evidente. Ese general que admiras, es en realidad un pobre diablo y tiene peor suerte que un esclavo. Fíjate, tanta gloria y tanta atención y tanto poder, y solo puede comer, dormir, viajar o reír cuando lo hace Alejandro.
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