A veces me entra una paranoia de las bravas. Sobre todo cuando dependo de alguien más para que me explique algo que de lo que no sé nada.
Los veterinarios, por ejemplo, me sacan de quicio. No tengo ningún amigo que sea veterinario ni que conozca a algún veterinario cercano. Entonces me pregunto cómo escogerlo. Los criadores hablan pestes de su gremio. Las asociaciones de perros se acusan entre ellos de corruptos. Y cuando varios dueños de perros me dan recomendaciones, todas distintas, incluyendo chismes horribles de algunos veterinarios, me pregunto qué saben esos dueños de perros si ellos tampoco son veterinarios, no han leído nada al respecto de sus perros salvo lo que sale en Cosmopolitan o cuando ven Animal Planet y con qué criterio recomiendan a alguien y si no tienen la menor idea ni tampoco ningún parámetro.
Entonces investigo en el barrio. Escojo la veterinaria sencillita y sin pretensiones? La del apellido rimbombante? La super soda de la calle comercial donde venden los juguetitos gourmet y las correas fosforescentes?
Se lo dejo al tin marín de do pingüe y caigo en una término medio. Fuser es peor que un bebé. Cada mes tenemos chequeo y cada tres semanas, refuerzo de alguna cosa. Le gruñe al doctor, trata de esconder su enorme perritud debajo de una silla donde no cabe. Hay que llevar muestras de heces. Le hacen hemogramas. Se antoja de golosinas con forma de huesito. Y me entra la duda de si me estarán estafando cuando el doctor me dice que el perrito solo puede comer de una de las marcas de comida de perro que ofrece el amplio mercado y resulta ser la más cara y cuando Fuser tiene algo cada vez que vamos. O me estafa él o me estafó el que me lo vendió. Y ahora tengo motivos para creer que fue ese último.
Una mesita de mi casa parece botiquín perruno, con la pastilla de parásitos, la jalea del apetito, la vitamina de las articulaciones, el polvito para el pelo bonito, la tacita para medir el alimento, las toallitas húmedas para las lagañitas, las toallitas húmedas para las orejitas, el cepillito de dientes y la pastita con sabor a carne, los tres tipos de cepillo de pelo, el gotero y la botella de hierro líquido… y cuando veo todo eso, me siento medio estúpida porque deben haber otros perros del mundo que no viven en semejante estado de spoilment y sin embargo son felices y no son una renta para el dueño ni lo obligan a trabajar para depositarle el sueldo ni al veterinario ni al boutique pet shop.
Mi veterinario no me ha salido tan pior y en parte se lo debo a mis aires de princesa malcriada, del día que se le enredaron los expedientes y mientras lo cagaba por teléfono por equivocar el diganóstico, casi lo agarro del cuello mientras le advertía que Fuser es importante para mí y que me vale un pepino que sea “solo un perro”.
Por eso, este fin de semana, que hubo que internar al Fuser, se lo entrego con toda la confianza. Me llama en la tarde para decirme que por favor me apersone, que mandó a llamar a una ortopedista canina para que le viera las placas y que quiere hablar conmigo. Llego entre asustada y resignada a escuchar que mi enano tiene la cadera con un poco de displasia, y que requiere tratamiento, que no me aseguran que se cure y que tiene que tomar analgésicos el resto de su vida para evitar dolores. Y aquí llego al punto de este post que más que de dueños locos de perros chineados, es de reflexión de lo que yo hago en mi trabajo.
La ortopedista se nota que sabe mucho de lo que habla. Pero comete el error de hablar con emoción del problema de mi perrito, durante cuarenta y cinco minutos seguidos, enseñándome fotos de huesos, radiografías, medidas y reglas y usando palabras como osteofitos, sulfitos, glucaminas, simetrías, fémures, reconstrucción ósea, iliacos, caderas, tratamientos de depósitos, osteocondroteos o algo así, mientras yo la escucho con silencios cada vez más hostiles y sin entender ni mierda de lo que está hablando. Ya cuando se me llena la cachimba de tierra, al verla tan contenta y yo cada vez sientiéndome peor cuando logro pescar en toda la tarabilla que a Fuser hay que castrarlo, que no es apto para reproducción, que ha tenido dolor durante meses, que no puede correr ni hacer ejercicio, la interrumpo, insolente, y le digo:
Ahórrese toda la hablada técnica porque de por sí, no le entiendo nada. Quiero saber solo tres cosas: qué tiene el perrito, qué tiene que tomar y si va a estar mejor.
Ella intenta volver a echarme todo el cuento pero la paro en seco. Logro, finalmente, al borde de mi impaciencia y mi dolor por mi perrito enfermo, que me diga lo que quiero saber, me de las pastillas y nos largamos. Y mientras manejo ya de noche y Fuser va sentado a la par mía con su hociquito en mi regazo, él suspira y yo suspiro y me pongo a pensar en las tardes en las que en alguna sala de reuniones, con la misma emoción de esa doctora que me inspiran a mí los casos penales, le he dicho a algún cliente preocupado que evidentemente, solo acude a un abogado cuando es estrictamente necesario:
“Este caso está buenísimo! Ahora aquí hay que alegar que hubo una actividad procesal defectuosa y si lo rechazan llevarlo hasta casación, tenemos que ver si la prueba es espúrea y no enseñarle nada a la defensa, mucho menos en la audiencia preliminar. Asegúrese porfa que sus testigos entiendan la diferencia entre me consta, yo creo, o yo sé, y unos tres días antes de la audiencia me avisa si quiere una medida cautelar (excepto embargo porque hay que hacer depósito), conciliación, suspensión del proceso a prueba o el proceso abreviado y firmamos el poder especial judicial. Por cierto, vamos a querer querellar? Delegamos la acción civil resarcitoria en el Estado?”
Aunque detesto esos libros de quién se comió mi queso y el monje que vendió su Ferrari y porquerías similares de autoayuda corporativa, cada vez que me tengo que enfrentar a profesionales en otras áreas de las que no sé ni mierda, me hago la nota mental de que yo también doy un servicio, que es el que paga mi alquiler, mi gasolina, mis ensaladas, mi carro y los caprichos, incluyendo los de mi perro.
Mi profe de laboral siempre decía que el buen abogado no es el que hace enredos sino el que los entiende y los logra explicar de forma tal que los entienda incluso alguien analfabeto.
Tengo que aprender a traducir mis consejos. A explicar las cosas técnicas ni asustar ni enredar. A que la persona que tiene problemas y acude a mí tiene derecho a entender en un idioma sencillo. O a estar nervioso y pedirme que me limite a decirle lo importante. O a callarme y decirme que me haga cargo de todo y que solo le avise cuando hayamos ganado. A tener tacto para dar una mala noticia. A advertir lo malo que podría pasar. A no impacientarme con ellos, a permitirles ser parte del proceso. A guiarlos, a que se sientan seguros, a que se sientan confiados, a atenderlos cuando llaman, cuando vienen, aunque no me hubieran avisado. A redactar opiniones sabiendo que el que las va a leer no es abogado. A tratar con cuidado una opinión previa de otro abogado que puede estar equivocada. A entender que para ellos, su caso es importante. A tratarlos como esta bruja exigente quisiera que la traten a ella cuando va a un médico, a un veterinario, a un programador o a un ingeniero.
En resumen, a ponerme en sus zapatos. Y como dicen los gringos, walk the extra mile con ellos.
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