Yo odio los beibichauers. Me revienta ponerme vestido y medias y maquillarme un sábado e irme a sentar con otro montón de serpientes a escucharlas tres o cuatro horas quejarse de sus esposos, a compadecerme por mi ausencia de marido o a escandalizarse cuando oyen una mala palabra o un chiste vulgar bien contado. Me enferma que se peleen los arreglos del centro de mesa nada más porque tienen una cigüeñita de cartón y un chilindrín de plástico. Me pongo abiertamente hostil cuando alguien siquiera sugiere que me una a los jueguitos estúpidos de usar chupeta y ponerse mantillas o bailar moviendo todo el traste ante la concurrencia de señoras reprimidas para ganarse un desodorante en spray. Me dan ganas de denunciarlas públicamente cuando se roban embutiéndolos en la cartera, desde el sanguchito de paté hasta la cucharita del azúcar para llevárselo a esa entidad misteriosa que denominan “mis chiquillos”.
Pero voy por compromiso y además para ganarme un derecho: me encanta conocer a los bebés. Acercarme y aspirar ese olor de recién llegados. Tocarles la manitas, que las enrollen alrededor de mi dedo. Abrazarlos muy cerca, maravillarme de su milagro y pensar que sí, que algún día yo quisiera que llegue Santiago. Y hablarles bajito en tonos chineados y decirles que son muy guapos.
Y me gusta cantarles esta canción. O cantármela a mí misma, muy bajito, entre los chineos y arrumacos.
Me gusta, porque cuando la escuché por primera vez, ya vieja, supe que no era una novedad sino un recuerdo de los dos años terribles después de que él se nos murió y antes de que estrenáramos yo papá nuevo y ella pareja. Y los reclamos por las ausencias tan largas dedicadas al trabajo, por no llegar por mí al kinder, por faltar al acto cívico donde salí vestida de ratoncita, por las tardes con empleada o sola. Y la alegría y la ilusión de cuando todas las noches, a las 10, oía el llavín y los pasos y se sentaba en el borde de mi cama y me acariciaba cansada el pelo y me decía al oído que me había traído una caja de mis palomitas de maíz favoritas. Yo me las comía a media noche, frías y grasosas, sentadita en mi piyamita de patitas, china del sueño y despeinada, para hacerle compañía mientras se alistaba para dormir.
Es una canción anónima y latinoamericana, sencilla y vieja, para las desconocidas que educaron y criaron a negritos a huevo, solas, y con gotitas de cariño a pesar de lo agotado. No es para las de las revistas de vidas perfectas, esposos soñados, casas que parecen mansiones y días aburridos de spa, Mercedes Benz y ensaladas con las amigas, brincando de salón en salón de belleza, de dineros desperdiciados y con viajes a otros países para diciembre o para el cumpleaños.
Para Amaru, la canción de cuna perfecta, cantada por el cantor que sabía ponerle notitas de música a los sentimientos:
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