(Nota se Sole: Ahora que gracias a un colaborador me doy el super lujo de musicalizar mis postecitos, los voy a usar de mood setter. Así que giro las siguientes instrucciones: Sírvanse darle play, dejar que la música lo inunde y leer.)
Hoy tenía cinco términos revoloteando en la cabeza mientras forcejeaba con el calendario para contar a dedo y poder anotar las fechas de vencimiento. Llevaba a medio camino la apelación de mi juicio de tránsito, donde constaté que como abogada de choques son excelente bailarina exótica, porque a pesar de que la otra parte no se presentó al juicio, yo perdí.
De repente me detuve en la mitad de la tarde y me senté a observar el ventanal de mi oficina. Es de techo a suelo y da a un patio de luz que me ha llevado al convencimiento de que el arquitecto debe tener tendencias suicidas: veo los cuatro pisos hasta el fondo, con las paredes pintadas de azul, que le dan un aire de cielo o de pecera y no son pocos los que ya han manifestado que les provoca como lanzarse por la ventana y probar si era cierto lo que les mintieron de chiquitos cuando padres sin imaginación les dijeron que no podían volar.
Pues me detuve, me comí una de las porquerías que atrinchero en gaveta con llave para defenderlas de los demás depredadores (mis compañeros de trabajo) y entonces, al no tener nada en qué pensar, traté de evocar y buscar a ver cómo andábamos en el sentimentalómetro con el Pico de Oro.
Y no me registró nada. Ni siquiera la ausencia o la añoranza. Ni siquiera ganas de llamarlo, de hablarle o de verlo. Zero.
Y me quedé pensando que qué triste debe ser eso de sentir que se quiere mucho a alguien, mucho pero de verdad mucho y de repente, en poco tiempo, darse cuenta que ni siquiera se guarda cariño ni por él ni por el sentimiento. Realizar (una alienación. Del verbo darse cuenta as in le cayó la cuora) que no todos los amores son grandes y que muchos, ni siquiera, fieles a su naturaleza de borrón en el cuaderno (habemos-hay algunos con vocación de tachón), vale la pena recordarlos.
Darse cuenta que sí existen los amores minúsculos, que no son invento ni de terapia ni de telenovela. Que somos tan desconsiderados y egoístas de morirnos hoy por vos y mañana si acaso saludarte y en un mes sacarte de mi vida y pretender que nunca más existió.
Siempre me gustó el reclamo ese de cómo-hacés-para-olvidarme,-yo-que-te-llevo-muy –adentro-y-que-jamás-nunca-voy-a-vivir-algo-así-como-lo-viví-con-vos, ideal para la culpa, las manipulaciones y los poemas desgarradores. Y lo peor es que así lo viví antes, en la vida previa a esta, como una hecatombe. Un dolor inmenso. Un adiós que se parecía más a la muerte que a tomar un camino distinto.
Y hoy, que sentadita en mi silla viendo hacia la ventana que debe haber diseñado un arquitecto suicida, me doy cuenta que, como el pollito, no siento nada, me pregunto si es que si se me murió un pedacito de mí, si es que para mí, al menos, él no valía la pena, si yo me estaré convirtiendo en algo tan frío como los otros, que coleccionan amores minúsculos, traidos, acostones, uno tras otro tras otro, los leprosos emocionales, en carrera desenfrenada por relaciones acartonadas para evitar que los alcance la soledad.
Deja un comentario