Todo empezó como un rumor lejano. Al principio nadie creía mucho, se decía, por todas partes, pero sin ninguna cara, que pronto, el gobierno, iba a hacer “algo”, que la situación ya era insoportable.
Luego se escucharon acusaciones más claras: Lo de los corredores tenía que parar, por el gusto o por la fuerza, pero se paraba. Decían que su actividad era abiertamente inmoral y contra los designios del estado, porque tarde en las noches, si todo el país hacía silencio, se detenían las conversaciones y los carros, se oía como una tromba los pasos de los corredores pegando en el asfalto, en un estruendo casi guerrero y provocado. Y peor aun, aunque no sonaran los zapatos y corrieran por tierra o zacate, en ese total silencio imaginario, se escuchaban, indecentes, los jadeos, su respiración cortada, que evocaba tantos malos pensamientos.
Primero la televisión y La Imparcial ignoraron, por completo y como si nada, el mundial de atletismo. Se prohibieron las carreras de los domingos, alegando que se trataba de reuniones multitudinarias que alteraban el tráfico y convertían en materialistas ávaros a todos los que corrían por el primer premio, y en focos de lástima y burla a los que iban al lado de la ambulancia. Y eso, claro, atentaba contra el constitucional principio de la igualdad de los seres humanos, así que si no había forma de acabar con tan discriminatorio sistema, mejor se eliminaba toda forma de competencia.
Los corredores, al principio, no prestaron atención y siguieron corriendo a su gusto y acomodo. En buzo, en shorts, por las noches, a medio día, sonriendo o quejándose, como siempre o habían hecho. Alegaban que su deporte era la más pura expresión del individualismo, y que por ende, no había nada de subversivo en ello, no representaban ningún peligro.
Pero no hubo razón válida. Empezaron a desparecer los corredores, poco a poco, a cerrarse los campos para atletas, a prohibirse correr en las calles y comprar tennis fue considerado como delito de traición a la patria. Los sudados eran vistos como sospechosos y aquel que sin justificación clara osara vestir un short o correr hacia la parada, era detenido e interrogado por veinticuatro horas para asegurarse que desistiera de tan malas prácticas.
Los corredores fueron secuestrados por reconocidos sedentarios que además se encargaban del cruel interrogatorio. “Así que a vos te gusta eso de andar corriendo… y eso es más sin gracia…” y los encerraban por horas en oficinas con aire acondicionado, computadoras, atados a una silla cómoda y alta, para que navegaran en internet sin poder hacer ningún movimiento que no fuera en el mouse o en el teclado, eso sí, nada rítmico, no fuera a ser que en lugar de ejercitar las piernas ejercitaran la respiración o los músculos de la mano.
Las torturas fueron terribles. Algunos les colocaron las tennis enfrente y se las rompieron en pedacitos. A otros les dijeron, mintiendo, que estaban lesionados y que jamás en sus vidas podrían volver a correr, si acaso, a caminar con cuidado. A otros más, los pusieron a presenciar carreras y los amenazaron, revólver en mano, para que no apoyaran a los corredores amigos, sino que guardaran un silencio hostil, censurado. A otros más, les permitieron brevemente, la felicidad enorme de correr, pero les negaban el agua o el gatorade o el cataflan y el zepol para el pie hinchado. Con tanto dolor, muchos, auto proclamados individualistas deportivos se dieron cuenta horrorizados, de que siempre, inconscientemente, habían sido irremediables solidarios.
Lo peor eran los nombres: “Decinos quiénes corren. Decinos”. De nada sirvieron las explicaciones conocidas de la soledad que implica el atletismo. “Sabemos que saludás a la gente que corre a la misma hora que vos. ¿Son éstos?” Y le enseñaban las fotografías de la cédula de otros sospechosos. Los reconocimientos eran difíciles. Y es que los corredores se conocían en shorts, despeinados, de camiseta vieja cansados y sudados, y en cambio, la foto siempre los mostraba tan sedentarios.
Por supuesto, hubo quienes para escapar de todo aquello, inventaron nombres y direcciones. Sin embargo, bastaba probar que con correr cien metros uno terminaba agotado y al borde al ahogo para convencer a las autoridades que la acusación incriminante de ser deportista era totalmente infundada. Mejor que mejor si se contaba con músculos flácidos y colesterol alto. Era muy fácil la prueba innegable y salvadora de que uno era un vago.
El terror duró unos años. Luego, poco a poco, la cosa fue cambiando, y tímidamente se fueron asomando a las calles, los primeros valientes, los que regresaron del exilio del impuesto descanso. Hasta que de nuevo, ver corriendo a gente, como antaño, se volvió de nuevo costumbre que no ofendía ni a Dios ni al Estado.
Así de estúpido fue todo aquello. Y vos, ¿corredor o sedentario?
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