(esteeee… la siguiente narración no necesariamente refleja los valores, la vida, pensamiento o experiencias de la autora y toda la hablada que ya se saben. Y si los reflejara tampoco les diría porque es más emoción con duda pendiente)
Hubo una vez un día en que me di cuenta de que sentía como un vacío enorme en el corazón. Andaba, todos los días, arrastrando una especie de tristeza milenaria, un desencanto con la vida. Veía los anuncios de pólizas contra incendio del INS y lloraba con nostalgia. Me envolvía la melancolía. No le encontraba sentido ni al mundo ni a la vida. Me sentía, como decía Calufa, como un papelito transparente y azul. Nada me animaba y contemplaba al resto de los estúpidos seres humanos reírse y disfrutar cosas que para mí, no tenían la menor importancia. Hasta acuñé la frase de que triste me sentía más inspirada para escribir, para pensar, para opinar, para vivir… Ensayaba las tristes alegrías. Ensayaba la respuesta corta para el que me preguntara qué me pasaba, porqué había cambiado, qué había sido de aquella escandalosa florecilla, hoy encerrada en sus propios laberintos…. O sea, en las ventajas secundarias de aquel estado.
Yo pensé, seria y narcisamente, que al fin y a pesar que mis superficialidades, no estaba ni en crisis ni en depresión, sino en un estado existencialista que me hacía discípula ejemplar de Sartre. Estaba a un paso de escribir la novela que forjaría juventudes del próximo milenio, revoluciones generacionales, desde ese punto tan desolado de vista que me afligía. Atrás quedarían los padres del existencialismo, arrodillados ante mis nuevas conclusiones brillantes, que estaba segura yo, a nadie nunca se le habían ocurrido antes (y que por cierto ya se me olvidaron).
Días antes de aplicar al examen por suficiencia del PHD en filosofía existencialista de la Universidad de Oxford, mi amigo M, dudoso de la profundidad de mis pensamientos y con ojo clínico propio de su profesión de médico, me mandó a hacer exámenes de sangre.
Salí con la tiroides jodía. Es decir, una glandulita super enana, escondida por debajo de mi cerebro, era la responsable de mi estado mental y no mi propia proceso de intriga sobre el motivo de mi estancia y paso por este valle de lágrimas. No me elevé a una nueva dimensión del pensamiento. Se me despichó mi tiroides que es bien distinto y que no es igual.
Con el diagnóstico, nos dimos cuenta además que los otros síntomas, que yo consideraba características propias y no enfermedad, eran también cortesía gentil de mi tiroides desbocada. Eso de pedir cobija en el infierno (siempre cargo mi suetica y duermo con buzo y tres edredones) lo despistada (eso no quedó del todo curado), que a veces no me funcionara el casette bilingüe (se me olvidaban las palabras, como a los alienados) y sobre todo y ante todo, la pereza y la inercia, que yo autocastigaba como una vagabundería chineada forzándome a correr 5 km diarios (práctica que debo retomar según me informa mi cadera).
Después de la incredulidad de que una enfermedad orgánica afectara el ánimo y la aceptar decepcionada que no revolucionaría la filosofía moderna, M muy serio me dice que hay además otro síntoma. Yo no entiendo nada. Me explica que con la tiroides el deseo sexual desaparece. Yo le digo que ni me angustia que después del último trauma, de ese borrón en mi cuaderno, pasará un buen rato antes de que me den ganas de nada. Me dice que me habla en serio, que aun con tratamiento y la cosa, puede durar meses en regresar… Y ahí sí me alarmo porque yo no tenía pensado volver a la castidad en una forma tan forzada. Le pregunto cómo saber si estoy curada. Me dice, como en las series baratas de tele que solo el tiempo lo dirá. Yo quedo aun más confundida pero le apuesto a San Pascual bailón, santo patrón de las cosas no halladas.
Empecé a tomar la pastillita que tengo que tomarme todos los días de mi vida para que se mantener balanceada la química del metabolismo. Advertida de que al igual que la enfermedad, la cura era lenta, me armo de paciencia. Con el paso de las semanas y hasta meses, veo que me vuelve el apetito, que paso varios sin llorar de emoción cuando veo la cría de cualquier animalito, ya no lagrimeo con los programas de national geographic, no me conmueve la amabilidad de un taxista, he recuperado el patrón del sueño, y en días de 33 grados centígrados 110% de humedad de manga larga y a medio día, me animo a afirmar que siento un calorcillo. Recupero la capacidad de hacerle al inglich y así evito que me echen de mi trabajo. De vez en cuando me echo un chistecito y hasta yo me río. La cosa va bien- pienso- en realidad, casi toda la cosa.
Cuando vi que me iba recuperando, empecé a exponerme a caballeros reales o imaginarios para ver si aquella sensación, tan propia de la patada de hormonas, estaba todavía en mí. Los resultados fueron, a la vez, una desilusión y una preocupación enorme. Por aquel sentía como una ternura y unas mariposillas en la panza que… No, no, no. Nada de ternuritas. No confundamos las cosas. O hay patada hormonal o no sirve. Para ternuritas mi hermanito. Por aquel otro era así como una comodidad enorme, podía hablarle de cualquier cosa, me sentía tan segura…. Nononono. Tampoco. No queremos un hombre para que sea mi mejor amiga. O por lo menos no en este momento. Si no hay patada, no hay nada. Qué guapo es este! Pucha, este es un ejemplar del hombre de la mitología femenina que es universalmente guapo, es decir, aun ante la variedad de gustos todas coincidiríamos en que es bello!…..NONONONO. Para hombres guapos, los busco en revistas o en películas. Ahí estaban Sean Connery, Denzel Washington, Robert Redford… que aun en las poses más viriles, no dejaba de verlos bellos, pero nada más que eso. Resultado de mi experimento: Sabor, cero.
Cuando pasaron cinco meses y ya solo me faltaba recobrar una de mis capacidades, esa de mis capacidades, me resigné y lo comenté con mi amigo M. Le dije que estaba haciendo averiguaciones para ver cómo se inscribía uno en convento y que si la cosa mejoraba colgaría los hábitos. Con curiosidad de investigadora social, expuse que finalmente entendía eso que antes me parecía increíble, las señoras que llamaban al programa (de radio en ese momento) y decían que no les gustaba el sexo, que no sentía ganas, que no les hacía falta y me conmiseraba con ellas.
Yo, la siempre dispuesta, cuasi zorra declarada, la que no necesita que le mintieran cariño para un asuntico que valiera la pena, había entregado como un jefe de aldea gala a los romanos de la insensibilidad, mi reino, mi espada. (si eso no se entiende, lean Asterix y la rendición de vercingetorix).
Y así, aceptando mi destino, seguí pasando por la vida. Hasta que mi jefe me pidió que lo acompañara a la fiesta de inauguración de un cliente. Lo acompañé por compromiso y no por gusto. Me prometió comida variada. Llegamos y nos aburrimos un largo rato. Hasta que apareció el Patán… un invitado más al affaircito.
Se acercó a nosotros y a mi jefe le dio la mano, pero a mí, a mí me regaló una mirada con los ojos achinados y la sonrisa a medias que tanta inestabilidad me ha causado… y me dio un beso de saludo muy cerca de la comisura de los labios rozándome con el bigote mientras me sostenía fuerte de la cintura y me acercó todo el cuerpo y me envolvió su olor – una mezcla de hombre, colonia y cigarro- y me dijo no sé qué haciéndome cimbrar el cuerpo y el tímpano, y ahí, ahí tuve la certeza, la inmensa alegría la sensación única, indiscutible, personal, irrepetible sensaci
ón de estar curada. Eso que solo puede dar la conexión directa y sin aviso al conocimiento insuperable que la sensación pura, salvaje, y cruda que es el hambre. Nada de cariñitos. Qué te quiero mucho ni qué ocho cuartos. A lo que vinimos. Si él me lleva ganas y yo le llevo ganas, vénganos en tu reino.
Y eso, desde ese entonces, se lo agradezco y lo recuerdo cada vez que lo veo o que me llama para pedirme algo (de brete, no sean malpensados). Y lo recuerdo no solo por agradecida, por devolverme la salud, sino porque sigue teniendo- para mi mala suerte- exactamente el mismo efecto. Es una advertencia de eventual infidelidad, no intencional pero como el caso fortuito en derecho, inevitable, que me veo obligada a hacerle a cualquier potencial traido. A menos que quiera aguantarme como los machos. Y no sé si quiero.
Moraleja de la historia: Una glándula chiquita te puede volcar la vida alrevés. Una gotita (o varias, pensemos por ejemplo en la alegría que producen los carretones de copero ante la emoción de volarse un copo con leche. Mucha leche) te la puede colocar de nuevo en el camino correcto.
Glosario (para Ilana)
INS: es la institución monopólica del estado que vende seguros. Suele hacer campañas de tv que le sacan a uno las lágrimas, sobre todo de incendios y accidente de tránsito. Evadir si anda uno tostao de la tiroides.
Calufa: Brillante escritor costarricenses y como si fuera poco, comunista consagrado. Se recomienda la lectura de Marcos Ramírez, Mi madrina, Mamita Yunai y Gentes y gentecillas. Se ubica en amazon.
Despichó: del verbo despichar. Más o menos equivale a que se hizo mierda.
Zorra: dícese de la mujer dadivosa de lo suyo sin cargos adicionales en moneda e/y/o otra forma de pago. No solo por amor sino también por gusto. El título se lo suelen otorgar otras mujeres envidiosas que desearían estar haciendo lo mismo pero no pueden por culpa.
Brete: laburo.
Traido: Cualquier affair que valga la pena. Use as in “traido arrebatado”.
Asterix: popular caricatura francesa (suena arrogante, pero no). El otro, para que se ubiquen, era el mandamás de los Galos que tras ocho años de hacer comer mierda a César, se rindió y le entregó su espada. Los galos después se la robaron y aun no se sabe dónde quedó escondida.
Carretón de copero: Los copos se hacen de hielo raspado al que se le echa sirope de sabores, de preferencia de sabor de kola para que sean rojos. Se come con leche condensada o en polvo. En el trópico, por razones de sol, los carretones donde se transportan el hielo de los copos, suelen pasar muy húmedos y chorreando, cachai?
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