Basado en una historia de la vida real
Morris es un camarada valiente como pocos. Ha aceptado la Secretaría del partido comunista en la cuna del capitalismo, donde todos los días miles gritan “Antes muerto que rojo”, donde aun se cree que los comunistas, a la cena, se comen a sus hijos o les lavan el cerebro. Morris tiene a su cargo llevar a todos los proletarios explotados de este mundo el mensaje de la lucha de clases, de cada quien según lo que necesite, o por lo menos, de condiciones dignas de trabajo, con salarios mínimos y pagos de horas extra. Morris además, entrena y apoya a todo el que esté interesado en montar un sindicato y les enseña las tácticas de la lucha obrero-patronal, así como doctrina de la ideología de la liberación del explotado para liberarlos del opio que la superestructura les receta e películas, televisión y radio.
Morris tiene acceso a las listas. Tiene en sus manos la decisión de la vida o la muerte de miles de personas. Actores, políticos, industriales, banqueros, obreros, amas de casas, estudiantes, profesores universitarios, de todas las razas. Morris sabe que si Joe Mac Carthy conociera quienes son los que militan, los perseguiría como brujas y los acusaría de espías, de traicionar a su país y a su bandera, un riesgo para el gobierno, y lo peor, de comunistas. Los condenados perderían sus casas, sus carros, sus trabajos, sus amigos, y hasta sus familias. Irían por el mundo eliminados de la sociedad por esa mancha roja que evidenció la exposición pública. Conocerían el infierno. Todo por el delito pensar diferente y creer que la dignidad y la justicia social es más que un ideal, es un derecho. Ya ha pasado antes. El querido Charlotte llora de furia desde Suiza. Morris lo sabe. Y tiene las listas.
Todos los meses, Morris recibe dinero para pagar alquileres, publicar volantes, hacer panfletos, organizar a las masas, defender sus intereses, conseguir adeptos, y por su puesto cubrir sus gastos personales y salarios. Hay que saber ser generoso con un hombre que, como Morris, ha entregado tanto. Se lo envían desde el otro lado de la guerra fría. La KGB sabe lo importante que es el apoyo cuando uno, como Morris, es la única voz en el desierto. Saben que con muchos rublos o dólares, poco a poco dejarán de ser solo uno para ser cientos y el mundo, o América, será un lugar más igualitario. Se usan mil formas, transferencias, depósitos desde algún país lejano, envío de sobres con tarjetas de cumpleaños. Jamás algo tan burdo como una visita a la embajada. La creatividad es vital, porque es el dinero que financia la conversión del país más rico. Morris no lo sabe, pero además han le han asignado guardaespaldas secretos para que no le ocurra un accidente extraño. Morris es clave para el Kremlim, y ellos, como Morris, lo saben.
Un día, Morris es invitado a visitar La Meca del comunismo. En Moscú se reunirán dirigentes de todas partes del mundo, para felicitarse mutuamente y ayudarse a lograr la propagación del comunismo. A discutir las teorías de Marx, Engels y Lenin y como aplicarlas en un mundo de post-modernismo. A comentar, en voz baja y en pasillos, lo de Castro en Cuba, y los errores de ha cometido el actual Secretario del Partido. A compartir rumores sobre su sucesor, sobre los planes de expansionismo ideológico. A criticar a China por ese engendro extraño que no se puede llamar de otra forma que no sea maoísmo. A apoyarse mutuamente, a darse voces de aliento en la lucha, a saber que somos muchos, y que no estamos solos. A todo eso se va a un congreso cuando uno, como Morris, es el secretario del partido comunista del país más rico.
En un hotel nevado como el resto de la ciudad, estandarizado, gris y sin privilegios, envuelto en abrigo largo, con congelado aliento, Morris intenta, con cuidado, guardar su pasaporte americano en la caja fuerte, antes de ir de paseo con otros camaradas a la Plaza Roja y al Mausoleo. En un momento inesperado, la pesada puerta se deja caer directo sobre su dedo. Morris se muerde los labios. Y pálido, contempla como su sangre roja como sus principios, empieza a salir de los restos de lo que fue su uña. ¿Una herida de consideración? ¿Visita al médico? No, no es necesario, se dice Morris, y se marcha, dedo vendado, a vivir la verdad distintamente mejor de una sociedad socialista.
Pero el dolor no cede. Y la fiebre sube. Morris se siente mareado y el dedo se inflama peligrosamente. A pesar del frío y de habérselo lavado, es evidente que se viene una infección. Evita rozarlo, porque cualquier contacto le saca un grito de dolor extremo. Uno de los camaradas congresistas, comenta que es médico, y al examinar con atención el accidentado dedo, ordena que de inmediato Morris sea trasladado al hospital más cercano. Lo que fue un accidente de poca monta amerita una cirugía, de anestesia total de cuerpo entero, o, la otra opción, perder el dedo.
Morris insiste que no es necesario, que en pocos días regresará a América y ahí lo verá su médico. Camarada, no insista. Ya verá usted como no sólo les ganamos en el espacio, sino también con las cosas de la vida. No hay mejor lugar para tener un accidente que Moscú. Además, alguien como usted, el secretario del partido comunista del país más rico, merece la mejor atención que le pueda dar el comunismo. No sentirá ningún dolor. Ya se habrá enterado usted de que nuestros experimentos síquicos son los más adelantados del mundo. Si podemos hacer que con un suero que un hombre diga la verdad e inducirle luego amnesia, imagínese Morris, lo que podemos hacer por un camarada que sufre por un dedo.
En el hospital, los médicos y enfermeras se preparan para la intervención. A punto de colocar la mascarilla que lo dejaría inconsciente, Morris pide un momento a solas con el médico cirujano. Le explica que él agradece y entiende el procedimiento que le van a realizar, y sabe que con los avances científicos, hasta podrían reconstruirle el dedo. Sin embargo, hay un inconveniente, digamos que pequeño. Verá usted, doctor– le dice Morris al traductor- yo soy el secretario del partido comunista de América. Por el interés estratégico, hay cosas que yo sé. Y si me anestesian, no quisiera comprometer al resto de los camaradas médicos, usted me entiende, por si dormido e inconsciente, empiezo a revelar, sin control alguno, información que pondría en peligro la vida del sistema y la existencia de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por eso, y para evitarnos a todos riesgos, sería mejor que me operaran con anestesia local o sin nada. Yo estoy dispuesto.
Nadie se atrevió a contradecir a Morris, a pesar de lo doloroso que iba a resultar aquello. Morris se comportó como un valiente, y como buen soldado soviético, soportó estoicamente el dolor terrible de la cirugía de una hora, sin desmayarse o pedir piedad ni siquiera por un momento.
Morris es todo un ejemplo. Con tal de proteger a la madre Rusia prefiere su propia entrega, su propio dolor, y no hubiera sido raro que hasta hubiera preferido que le amputaran el dedo. Pocas veces en al vida se ven hombre de ideales tan férreos, tan claros, dispuestos al sacrificio personal por una causa que todavía es lucha. Pero a nadie debería extrañarle tanto. Morris, después de todo, ha demostrado el calibre de su compromiso y su hombría aceptando el puesto como Secretario del Partido en el país más rico, poderoso, capitalista, mercantilista, explotador, intolerante y dominador del mundo. Por eso, tiene bien merecido el Premio Lenín de la Paz, y se convertirá en el segundo a bordo del Partido, en el consultor obligado, el arquitecto del nuevo orden rojo.
Lo que nadie sabe, mis amigos, es que Morris, además, es el espía estrella de la planilla de la Central Intelligence Agency, o sea, de la CIA.
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