En días pasados, Fuser, mi perrito, después de ser diagnosticado por tres personas diferentes como “testarudo como una mula” fue fletado a escuela de obediencia a ver si con eso lográbamos que : a) empezara a hacer caso, b) cuando uno le dice ” siéntese” no lo entienda como una orden para lamerse la pipí, c) deje de saltarme encima de la alegría cada vez que me ve, dejando la ropa puerca de sucia y la medias en tiritas, d) cese sus ataques lujuriosos de movimientos pélvicos a los almohadones de la sala, e) no le ladre a los pajaritos del patio del kinder, f) que venga cuando lo llaman y no cuando le da la gana, g) cuando alcance el tamaño del mastodonte que desde ya se vislumbra, sea un poquito más manejable, h) me sirva de protección en el futuro (por el momento le ladra a extraños cómodamente ubicado detrás de mi piernas, asomando solo la cabeza). i) reconozca a los gatitos, patitos, cabritas, conejitos y gallinitas de la finca que tiene el kinder como otras criaturitas de dios y no como apetizers en potencia, j) supere esa obsesión que tiene con los aguaceros y ese gusto por embarrialarse hasta la punta de las orejas.
Yo estaba totalmente en contra de separarme de fiel mastín (aunque es un pastor alemán), hasta que a punta de manipulaciones que incluyeron frases como “es un pecado muy negro negarle educación a un hijo” y “los perros aprenden y copian el carácter del dueño, incluyendo la testarudez”, acepté desprenderme de mis ojitos de cuatro patas y con porte de campeón del mundo.
Fuser no me imaginaba lo que se avecinaba, y el día último día que lo dejé en el kinder, no hizo caso a mi escena de despedida, solo vista en aeropuertos internacionales, a mis ruegos con voz quebrada de “pórtese bien, mi patito” y a los abrazos que intentaba darle. Apenas le quité la correa, salió en full mode terremoto, disparado, como siempre, a alborotar a los pajaritos del patio. Ni siquiera me dio un lenguetazo de despedida.
Aunque me da vergüenza reconocerlo, la ausencia de Fuser, combinado con un sospechoso silencio de Pico de Oro, me hundieron en la tristeza y la frase de “cómo me hacés falta” me rebotaba en cada esquinita del corazón. Yo jamás me imaginé que uno pudiera querer o extrañar tanto a un perro (me refiero a Fuser, no a Pico de Oro).
Me arrepentí de todas las veces que me burlaba de las personas dolidas por la muerte de una mascota y cuando alguien me trataba de consolar con la frase macabra esa de “Es solo un perrito”, me mordía los labios y castigaba a mi interlocutor con un hosco enjache. A la vez, en la oficina y en otros lugares públicos tuve que disimular, porque ante la pregunta de “Porqué esa carita?” no podía revelarles cuál era la ausencia que me tenía en ese precario estado y, en honor a la verdad, no sabía yo tampoco cuál de las dos ausencias me estaban matando.
Creo que eso, combinado con el mutismo de mi teléfono, me llevó a extrañas conclusiones de la conducta de Pico de Oro, hasta convencerme que por alguna extraña causalidad, él y el Patán habrían coincidido en alguna actividad de esas de socialité, habrían hablado de cualquier cosa, que entre hombres normalmente lleva a hablar de hembras y de sexo, y de ahí, el salto a mi supuesto programa era obligado y vendría entonces el fatal episodio de men-bonding, la confesión terrible del Patán a Pico de Oro, vanagloriándose de todo lo que habíamos planeado el Patán y yo, de esa perturbadora tensión sexual que lleva tantos años consumiéndonos, de mis minifaldas y mis provocaciones y la pregunta reflexiva del Patán de si John Wayne habría dejado pasar a una meneca alta y que sabe de sexo… y después, la risa maldosa y de medio lado que tanta inestabilidad me ha causado y que sellaría el fin del interés del Pico de Oro en mí, con el ego de hombre hecho mierda por la marcada de territorio y la difamadora revelación del Patán. O sea, le eché tierra al Aureo proyecto.
Incluso escribí poemas interespecie (aptos para ser usado en cualquiera de los casos), como este:
Desde la primera vez que ocurrió
A mis tres y a sus treinta y tantos
Yo, con las despedidas,
simplemente no puedo
Y cuando abro la puerta del lugar que fue nuestro
En el silencio le hablo
e imagino su voz con la respuesta que quiero
Imito sus movimientos y lo siento conmigo
Cierro los ojos para poder verlo
Y me llevo las manos a la cara
Para que su olor me envuelva
y lo extraño.
Afortunadamente, mi perrito debe haber percibido a través de ondas magnéticas que se le extrañaba y aprovechando que el salvaje que lo entrenaba lo dejó salir de la jaula pequeña e incómoda donde lo tenían, cogió al primer ganso que le pasó enfrente del cogote, lo sacudió de lado a lado hasta matarlo y contra el último y lastimero graznido, se le dejó caer encima orgulloso, gruñéndole como una fiera (a pesar de sus colmillitos de leche) a todo aquel que se lo tratara de quitar. En consecuencia, Fuser fue felizmente expulsado y ha regresado a mis brazos.
Pero como yo sí puedo separar el amor de madre adoptiva de lo que es necesario, sé que su educación es fundamental y ya he andado consiguiéndole nueva escuela, pidiendo recomendaciones, visitando predios y entrevistando entrenadores. Hoy tenemos cita de valoración con uno que nos recomendó su pediatra (veterinario), que tiene el plus adicional de que hace el entrenamiento a domicilio, para la alegría de todas las partes involucradas. Fuser etsá en camino de convertirse en un perrito de bien.
Ah! Y además, en la noche del domingo, Pico de Oro se reportó. Dice que estuvo con una gripe de esas que lo revolcaron (dichosa la gripe…) y que por estar en camita, con tos y congestionado, no había podido hacer contacto. Durante la llamada, la voz gangosa, los ataques de tos y ese sonido propio de hablar desde adentro de una caja, me lo confirmaron.
Aquí el modelo tiene cierto parecido con Fuser, aunque no alcanza los niveles de guapura ni avispamiento requeridos, se aporta como ilustración alegórica de esta nota. Nótesele la tristeza de verse separado de sus seres queridos.
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