En mi condición de exconvicta de un colegio de curas, pasé 11 años (aunque parecen más) yendo a misa obligada, viendo sotanas por todas partes, repasando año con año la biografía del único santo que conozco tuvo algo de dignidad o un ataque de locura por el que mandó a la mierda al establishment, y cuando estuve en edad de hacer la primera comunión, me disfrazaron de mini-novia (que por cierto creo que esa será la única vez en mi vida en una iglesia de traje blanco largo y velo), tuve la premier de la comunión y me inicié en la confesión obligatoria de cada vez que algún director (cura, por supuesto) se le ocurría que la carga de la culpa colectiva era demasiada y que era hora de confesarnos todos por si las moscas, por si se venía el fin del mundo o para que el pudiera dormir tranquilo sabiendo que su rebaño de alumnos estaba en paz con dios.
La forma de confesarse era tan poco ortodoxa que la primera vez que me confesé fuera del colegio, casi tuve que confesar el pecado de apóstata y herejía porque no me sabía ninguno de los ritos, de los rezos previos, del juego de preguntas que preceden al chorreo de mis maldades. Hasta me equivoqué de puerta en el confesionario y casi le caigo encima al pobre cura que estaba de receptáculo de pecados.
Con nosotros se usaba otro método. Nos iban sacando uno a uno del aula y nos íbamos con el cura a caminar por las áreas verdes del colegio. Era una conversación, no una expiación de pecados. Usualmente empezaba con el padre preguntando ¿Cómo te has portado? Y en lugar de enumerar uno los pecados por nombre propio (gula, envidia, levantar falsos contra el prójimo, etc), o por violación de la norma (me pasé por el arco del triunfo el mandamiento número X) pues era más vivencial y dependiendo del confesor, hasta una ayuda o guía para resolver las complejidades de las relaciones familiares de amistad o románticas que puede tener un adolescente.
No habían penitencias de arrodillarse y rezar y azotarse la conciencia con el látigo de autodesprecio. Había un compromiso sincero- en la mayoría de las veces- de enmendar our evil ways, sin temores de que nos fuera a llevar el diablo al infierno.
Había un cura en particular, al que hoy recuerdo con otros ojos, que a partir de los 15 años, a todas las mujeres, como parte de la conversa, nos preguntaba si habíamos tenido malos pensamiento. Uno, a esa edad, calificaba de mal pensamiento al deseo de muerte para el hermano menor necio con el cerebrito de canica que no entendía el significado de “dejá de joder”. Si una respondía que sí, entonces el padre pedía que le contáramos con detalle para valorar si era o no pecado…
Yo, por otras razones, después del colegio no volví a poner un pie en la Iglesia a menos que fuera por obligación, boda, bautizo o funeral y a los 15 años tuve mi última confesión oficial. Es decir, a una edad en la que las tentaciones y los pecados que valieran la pena confesar o que calificaran de muy graves o mortales ni se asomaban.
Cuando ese hermano menor creció y decidió casarse, me pidió, como regalo de bodas, que me confesara para poder comulgar en su matrimonio. A diferencia mía, mi hermano siempre fue muy metido (demasiado, diría yo) en la iglesia, de andar en encuentros juveniles, guía de juventudes cristianas y casi casi opus dei, de no ser porque es un limpio (condición que le impide el ingreso a la hermandad). Es de los que en discusiones familiares defiende las posiciones del nuevo papa a muerte de los ataques ateos de su hermana mayor (yo) y se persina ante el horror de mis argumentos.
Pues para complacer al pequeño, y a pesar de la pereza enorme que me daba, me fui para la Iglesia donde sería el matricidio. Me esperaba el padre que lo iba a casar, con un brillo sospechoso en los ojos. Pero el curita no contaba con mi astucia. Sabiendo yo que mi hermano me consideraba el alma de la ovejita perdida que necesita con urgencia volver a los brazos de su pastor, supuse que se me habría adelantado a hacerle al cura un breve resumen de mis andanzas, pataletas eclesiásticas y forma sui géneris de confesarme en el pasado lejano.
El cura me recibió amablemente y me pidió que en lugar de encerrarnos en el confesionario, camináramos por ahí, advirtiéndome que mi hermano y su novia eran como hijos para él, que los quería mucho y por eso había accedido a hacerles este favor enorme (¿?) y que había sacado toda la tarde para escucharme, absolverme y ponerme de nuevo en la recta senda de la salvación.
Yo le dije que andaba sin tiempo, que me tenía que ir rápido, y que considerando que hacía siglos no me confesaba, no sabía por dónde empezar.
El padre me dijo que entendía, que tomara mi tiempo. Y me lo tomé. Me preguntó si estaba lista y le respondí que sí. Tomó aire para escuchar mi confesión, pero nos ahorré a los dos mucho tiempo, reproches e incomodidades cuando utilicé la fórmula que un amigo muy querido me había recomendado para estas situaciones:
“Acúsome padre de todo menos matar…”
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