El anuncio del triunfo se celebró toda la noche. Desde cada calle, cada fábrica, cada estancia, cada puerto, cada montaña, cada desierto, se celebró con gritos de júbilo el cambio tan esperado.
Al día siguiente, iniciamos el trabajo.
Se aumentaron los salarios, se dictaron garantías sociales, se eliminaron los peones feudales y se les devolvió la dignidad a los campesinos y los operarios. Se establecieron horarios de trabajo, pagos de extras, funciones acordes y condiciones humanas de trabajo.
Se repartieron zapatos a los niños, un vaso de leche diaria por cada uno, cuadernos, vacunas, vitaminas, abrigos, zapatos y todos fueron al colegio. Los revisó un médico. Y a los más viejos, los alfabetizaron.
Se abrieron universidades, se ensancharon los conocimientos, los profesores reinventaron la libertad de cátedra y le exigieron a sus alumnos razonamientos. Se admitieron nuevos estudiantes, aunque tuvieran la piel morena, los ojos negros, y apellidos de indio mapuche o sin rancio abolengo.
Se cantó en las calles, se abrieron los telones del teatro, hubo cine de nuevo, cultura y talento. Se escribió poesía y el maestro, Pablo, regresó de nuevo a su Isla Negra y a sus revolucionarios poemas y pensamientos. La nueva canción chilena iluminó el país de punta a punta. Supimos que estábamos ahí donde la papa quema y entre la chicha o la limonada no se podía hacerle samba a la dignidad.
Se intervino los comercios, se bajaron los precios, se redujo la ganancia, se distribuyeron los salarios, se controlaron las importaciones, los negocios y los especuladores. Se promovió el consumo nacional y ya no tanto el extranjero.
Se expropiaron haciendas y se repartieron terrenos, se eliminaron los portones, se crearon cooperativas, se distribuyó semilla, abono, se mejoraron los caminos, se repartieron los animales y los tractores para lo que fuera necesario.
Se nacionalizó todo lo extranjero, que era bastante trabajo. El cobre, los minerales, la banca, los teléfonos. El gobierno norteamericano se sintió, con todo aquello, muy incómodo. Pero se le recordó al señor embajador, que para bien o para mal, ese era un gobierno democrático y del pueblo.
No se cerró ningún periódico ni se prohibió ninguna marcha o queja. Se aguantó con estoicismo las críticas alevosas y las burlas crueles. Desde las colinas de Las Condes, las señoras refinadas golpeaban, como si supieran lo que era eso, sus ollas vacías. Y por aquello de la libertad de expresión, se mantuvo un respetuoso silencio.
Se enfrentaron los ataques y los insultos y las oposiciones malintencionadas Se trazaron planes, se propusieron leyes. Se habló con los militares y casi todos reconocieron la legitimidad constitucional de un gobierno democráticamente elegido y su obligación de protegerlo.
Se insistió en la justicia justa del a cada cual lo que sea necesario. Se eliminaron a los jueces corruptos y a los abogados rastreros. Se liberaron a los presos políticos y erradicaron los maltratos y las torturas. El ejercicio del derecho la vida y todos los derechos siguientes y concordantes, dejaron de ser un delito.
Vinieron de todas partes del mundo entero a verlo. A colaborar, a trabajar, a vivir en el verdadero milagro que estaba naciendo, que estábamos haciendo. El cabello largo bailó en el viento, se propagó la ropa de colores brillantes, las margaritas y las flores, el amor libre, el te quiero, el amamantamiento, el amor y paz, el compañero. Floreció todo Santiago.
Se armaron discusiones, tertulias, sindicatos, consideraciones, análisis, simposios, y noches culturales. Y cada uno dijo lo que pensaba y puso su granito de arena y contribuyó con lo suyo, con su empeño, su esfuerzo, su ánimo y su fuerza la construcción de las anchas alamedas por donde el hombre nuevo del socialismo al estilo chileno se pasearía algún día.
Eso fue el primer día. Los otros novecientos noventa y nueve fueron igual de maravillosos.
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