“La vida humana es inviolable”. Ese principio es la base de los derechos humanos. De hecho, es el principio que rige las acciones de las leyes, a lo que uno se refiere cuando tiene duda de algo. Por eso es aborto es ilegal en Costa Rica, porque somos seres humanos desde los diez meses antes de la fecha de nacimiento. Por eso no tenemos pena de muerte. Por eso se prohíbe cualquier forma de tortura. Por eso tantas otras cosas que se originan en el principio fundamental de la inviolabilidad de la vida. Es de esos principios que se suponen naturales, que ni falta hace que estén por escrito. Es algo que, según mis profesores, traemos ya programado como regla de convivencia. No se cuestiona. Punto.
Lo escuché probablemente en mi primer día de clases de la U y era la frase que zanjaba nuestros elevados debates de tintoreritos aprendices ante la inexistencia de argumentos de peso que pudieran rebatir semejante frase.
Pero claro, en aquellos tiempos, cuando yo defendía de todo y antes todos el principio básico, yo no sabía nada de nada de nada del todo. Creía que los gobiernos militares de derecha se originaron en lo que me habían dicho los curas franciscanos de mi colegio: somos tan atrasados como continente que solo así se puede controlar a esos países. No sabía que existían torturas, torturados, desparecidos o exiliados. Todos los guerrilleros eran malos. El Che un loco y Fidel la encarnación del diablo. Los comunistas le lavaban a uno el cerebro. Y la Yunai, era el cielo azul tachonado de estrellitas al que todo ser humano con dos dedos de frente debería aspirar a irse de mojado. Y bueno, nadie me podría culpar. Tenía apenas 16 años y egresada de un colegio pro yanqui, católico, y para rematar, privado.
Luego me fui enterando, poco a poco. Primero un discurso del Comandante en Jefe en filosofía del derecho para demostrar de lo que es capaz el poder absoluto. Luego clases clandestinas de marxismo de ese mismo profesor que nos decía “Yo creo que funcionaría”. Y las historias personales. Como Felipe (su nombre clandestino), ex dirigente socialista, que fue detenido desaparecido en Valparaíso, por citar uno. Don Joaquín Gutiérrez, a poco tiempo de su muerte, me confundía con una versión joven de alguien que debe haber querido mucho y me hablaba de Allende y de Santiago y de todo aquello. Y las historias que se fueron desdoblando poco a poco.
La del cantor chileno que le destrozaron las manos por estar instigando a las masas a decidirse y dejar de ser ni chicha ni limonada. Y lloré al pensar en Víctor cantándole al terror en un estadio después de haber sido torturado. Y esa noche pensé que no podía ser cierto eso que la vida humana era inviolable, porque los que le hicieron lo que le hicieron a los Víctores de Chile, de Argentina, de Uruguay, de Paraguay, de Bolivia, de mi Centroamérica, por decir pocos, no tienen perdón de dios ni de nadie.
Y se me hizo un colocho mental enorme. Porque la vida humana es inviolable, pero ellos (los otros) no tuvieron empacho en brincarse ese principio como quien se brinca un caño y violaron no solo el principio sino la lealtad, la confianza, a hombres y mujeres y niños. Hay que poner la otra mejilla, pero a mí no me da para ser tan buena y pensaba, desde el charol de mis entrañas, que talvez, solo talvez, la ley del talión no era tan primitiva como se pensaba-
Y me daba vergüenza. Me daba vergüenza pensar que estuviera yo dispuesta a matar como ellos mataron, a usar su misma estrategia, a caer a su mismo nivel, a convertirme en la misma alimaña, a vengar con sangre. En el supuesto hipotético, claro, y esa comodidad simpática y graciosa que da ser un revolucionario sentadito en escritorio y soñando despierto de todo lo que hubiera hecho si en mis manos estuviera y no fuera tan cobarde.
Y me daba culpa, y me daba rabia. Y por más que pensaba, no le encontraba la salida. Y vi los videos de los juicios de La Cabaña, donde el Che dictó las sentencias de muerte de torturadores y represores y años después Fidel le decía a las Madres que en Cuba no había de eso, porque los habían matado a todos o se habían ido y no sabía si estaba bueno o si Fidel confirmaba su condición de monstruo.
El otro día, cometí la boconada y la imprudencia de decir que el corazón me daba un saltito de alegría cada vez que leía que se había muerto alguno de estos hijos de puta, a propósito de la muerte de Westmoreland . El buen Yuré e Ilana me llamaron a cuentas al recordarme que había gente que no podía, a pesar de los odios, alegrarse de la muerte de otro ser humano.
Y volví al círculo y al pleito interno, sobre si esas sabandijas, cuentan como ser humanos y si merecen la compasión que nunca le demostraron a nadie y si era realmente alegría lo que yo sentía u otro sentimiento para el que no recordaba las palabras.
En eso vino a mí, que recién hace un par de años, Marcos, en El Cumpleaños de Juan Angel (Benedetti) me solucionó el dilema:
“a esos verdugos fétidos obscenos les gusta creer que uno mata como ellos con idóneo disfrute, con crueldad deportiva.
Pero matar a un tipo cualquier tipo así sea un sádico hijo de puta un degenerado torturador es una pruebita sin fantasía es todo lo contrario de una proeza.
A lo sumo es un agrio deber.
Hay que tener mucha confianza en la propia brújula hay que estar muy seguro de la justicia que se quiere muy seguro del amor al prójimo para apretar el gatillo del odio contra el prójimo.
Y esto es válido aunque el prójimo sea un enorme alcahuete que le yerra por milímetros a tu respiración y luego seas vos quien a de pesar de todo sigue respirando.
Después de que uno muere sí puede matar.
Mientras la muerte te va llegando en fotografías en endecasílabos en mondo cane en últimas voluntades en recuerdos ajenos en teletipo en listas de mártires en discursos de viudas.
Podés organizar perfectamente tu tristeza atornillar tu indignación arrellanarte en tu vergüenza.
Podrés elevar tu solidaridad a la altura de tus cálculos mentales o de ti secreción de rencores.
Podés reforzar la apuesta al dogma más o menos elegido.
Pero cuando la figura de la muerte no es una cita o un relato o una figura en blanco y negro sino tu hermano derrumbándose tu verdadero semejante con los riñones perforados.
Solo entonces podés escrupulosamente desarmar y hasta franquear por primera vez cierta frontera que parecía lejanísima”
Y ahí fue donde entendí. Ese fue el lugar donde se rompió el círculo que me mareó tantos años. Cada vez que lo pienso, que lo leo, que lo recuerdo, por respeto, termino, como hoy, diciendo:
“Ojalá vivas, Marcos”
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