Cuando eran los mil novecientos treintas, los barullos de las escuelas eran los mismos pero eran distintos porque en las escuelas estábamos todos los del barrio. Con zapatos o descalzos, éramos lo que hoy se llamaría con orgullo diversidad de orígenes y caldo de cultivo de una sociedad utópica sin distinciones pero que en aquel tiempo era un simple revoltijo de chiquillos de pantalón corto y rodillas con raspones y nadie tenía consciencia de las diferencias, con algunas excepciones. La de la clase de religión por ejemplo.
Sor Amelia entraba seria y amargada, con ese aire reprimido y represor del que hace lo que no quiere pero lo tienen obligado y empezaba a pasar lista. Nuñez, Padilla, Rojas, Ramírez, presente… pero había apellidos que eran impronunciables para ella y para nosotros, pero para nosotros no era enredo porque nunca los tratábamos por el apellido y eran simplemente Abraham el de mi grado, Salomón el que estaba en tercero en la clase de al lado o los polacos.
La monja montaba en furia de bíblicas proporciones cuando semana tras semana, notaba la presencia de Abraham en la lista y lo veía sentadito en su pupitre con cara de Pacífico. Era casi una rutina: la monja leía el nombre y se atragantaba en el apellido y se levantaba de la silla con el ceño fruncido y con el brazo en ristre como dios echando a Eva del paraíso (que me contó mi abuela que la echaron por puta, pero que en la misa no lo dicen porque las malas palabras son pecado) y bramaba:
– Vos, asesino de cristo, salí inmediatamente de esta aula!!
Y Abraham sin mayor alboroto, dejaba los cuadernos en orden y salía por la puerta del aula y se sentaba calladito a hacer dibujos en la tierra con un palito que tenía guardado mientras todos los demás adentro repetíamos letanías de arrepentimiento y como loras nos confesábamos responsables de todos los males del mundo incluyendo los malos pensamientos y nos hincábamos humildes ante el poder de ese dios que todo lo sabía y que me castigaría hasta por las cosas que yo talvez hubiera pensado que no eran tan terribles, pero bueno, una cosa es lo que yo pensara y otra lo que ese omnipotente concluyera analizando mis pecados.
A mí me quedaba cerca la ventana y veía a Abraham sentadito en las gradas, con el sol dándole en la cara, siguiendo con la vista una mariposa o admirando las montañas. Y lo envidiaba. Podríamos estar jugando equiscero en la tierra, haciendo carreteras para los carritos o las pistas de canicas, pero no. El estaba libre, afuera, y yo aquí adentro, encadenado a la fe de mis ancestros.
Un jueves como todos los jueves la monja sacó a Abraham de la clase y antes de que se pudiera sentar en su gradita de siempre, se escuchó el portazo del aula de tercer grado y sacaron a otro de los polacos que con cara de sorprendido se quedó detenido en el umbral de la puerta y recién se dio cuenta de que Abraham lo había precedido. Yo escuché lo que hablaron, porque como estaba cerca de la ventana…
– ¿A vos también te sacaron?- preguntó el de tercero
– Ajam… contestó Abraham sin darle casi importancia mientras se rebuscaba en la bolsa el chinche que yo le había regalado.
El de tercero seguía perplejo.
– Mirá, pero… ¿vos conocés a algún Jesús o algún Cristo?
– Nop… le dijo Abraham, ya ocupado en otros menesteres y calculando cuánto faltaría para el recreo.
– ¿Vos has matado a alguien?- insistió el primero, desubicado ante la expulsión y tratando de encontrarle sentido.
Abraham hizo memoria unos tres segundos.
– No, que yo me acuerde no- respondió muy convencido.
– ¡Qué raro!, ¿verdá?- concluyó el de tercero
Abraham se encogió de hombros y le ofreció un pedacito de melcocha de vino. Y los dos se quedaron ahí, cada uno en su gradita, viendo correr el tiempo y sin una idea clara de porqué las monjas amargadas sacaban a los polaquitos de las clases y los trataban de asesinos.
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