Mi peluquero cumple con todo el estereotipo de cuando un hombre se dedica a esto de cortar, peinar, teñir y arreglar caballeras de mujeres obsesionadas con la vanidad y la erradicación de las canas.
No me atrevería, para no pasar de juiciosa o de metiche, a decir a ciencia cierta si es o no cariñoso con los hombres. Siguiendo el método científico de observación, sí puedo decir que es amanerado sin llegar a ser reloca, tiene esas pausas dramáticas propias de una diva, gestos de niñita consentida, parlanchín con vieja de patio y generoso y atento como una dama antigua de sociedad cuando me ofrece un capuchinito o un té de menta antes de proceder a esquilar mi cabeza. Y no me atrevería porque me cae simpático. De sus demás compañeros del “studio” ya es otra cosa, porque dejan caer el plumero al pasar raudas y veloces hacia sus clientes de turno.
Conmigo ha tenido que derribar las murallas en las que me encierro cuando me veo obligada a cumplir con el ritual del salón de belleza, porque me hago el propósito de no decir una sola palabra, ni comentar mi vida privada ni la ajena, pero mi peluquero, con sus gestos, sus cosas y sus frases que ya para mí son famosas: “andaba con esa rubia baratona que si lo vuelvo a ver con ella te lo juro por esta que lo ahorco con el cable de la secadora” “tanto sufrimiento es demasiado para este corazoncito” (a propósito de la muerte de su perrito) me ha ido convenciendo, poco a poco de lo contrario.
Entonces ya en confianza, cuando llego, lo saludo de beso, exijo que solo él me toque el pelo, le llevo recuerditos y le doy propina y a veces le digo muy quedito para que no nos escuchen las otras urracas pedacitos y retazos de mis planes o mis pasados.
El otro día le conté que me iba para Chile y me dijo:
“Cuidao dejás cosas amarradas o afianzadas allá que está muy largo”
Y reconociendo que le sesión de belleza se transformaba en terapia le confesé:
“¿Sabés? Es que a mí me pasa una cosa que no tengo como controlarlo. Oigo a un hombre hablarme con acento chileno y siento que se me nubla el entendimiento y sonrío como estúpida y lo veo perfecto y no le pongo peros y me enamoro al instante y no pienso en nada ni en nadie ni en las distancias ni en las separaciones ni en las ideologías ni en si es un loco o un salvaje o un milico o un sátiro. Y sí, me engancho. Lo sé y lo reconozco. Debe ser así como una fijación, adicción, desorden mental o algo”
No dijo nada mientras me escudriñaba para verificar que la pava no me sacara los ojos y que las puntas del crepé no me dieran aire de escoba pensionada y me aplicaba el producto de cabello sedoso y con volumen. Pero lo vi haciendo pucheros compungidos mientras pensaba en lo que yo le había dicho y suspiró profundamente y me dijo:
“Te entiendo perfecto. A mí me pasa eso exactamente con el color negro”
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