Con el aislamiento de la oxitocina, el enorme emporio farmacéutico decidió hacer la prueba y de paso hacer dinero probándola en una población ingenua, que ajena a su papel de hamster colectivo, ni se enteró de la noche en que todas las aguas potables de la ciudad fueron perfumadas.
Los científicos se frotaban las manos de la expectación del enorme descubrimiento que lograrían con sus acciones, sería la primera ciudad libre de enredos y conflictos amorosos, con esposos obedientes, esposas recatadas, hijos devotos, empleados dedicados y libre de traidores, celosos o sospechosos.
De ahí, a la venta mundial y al estrellato, había solo un paso: el de la eliminación, gracias a la ciencia, del libre albedrío y la mercantilización despiadada de cualquier cosa que pudiera ser beneficiosa para los seres humanos para hacerla de acceso restringido. Por primera vez en la historia de la humanidad, la poción del amor, saldría del monopolio de Cupido o de la coincidencia, que viene a ser casi lo mismo, para entrar al servicio del dinero, en casos específicos y a gusto del cliente.
Esperaron toda la noche con la alerta clara de la adrenalina y a la mañana siguiente, libreta en mano, ojos rojizos y gabachas arrugadas, observaron por las pantallas lo que sus cámaras ocultas recogieron de cada rincón de la ciudad. Entonces los lápices empezaron a rodar…
Vieron que algunos, después de la ducha, tomaron la tantas veces atrasada decisión de irse al lado de sus amantes. Otros, tras el café matutino, regresaron al regazo materno y reconocieron con la cabeza gacha que el amor de madre era único y que nadie los querría jamás como ella los había querido. “Papito es todo para mí” se inmortalizó como el descubrimiento diario. El alcalde, cuando aplacó el calor con un fresquito de limón, decidió autorizar matrimonios entre hijos y padres cuando mediaran razones edipales de peso. Se resucitaron los primeros amores. Los primos hermanos atropellaron los convencionalismos y se reencontraron. Las declaraciones de amores prohibidos, platónicos, imposibles y contraindicados barrieron con los tímidos.
Se dispararon las salidas del closet con el té de media mañana. Un grupo de nadadores se se manifestó por el amor libre con los animales. Más de uno amaneció abrazado la caja fuerte, a un osito de peluche ya casi olvidado, a su libreta de ahorros o sentado ante una tumba de algún familiar, amigo o conocido, a la que le decía que nunca lo debió haber abandonado y que enmendarían sus acciones.
Se extinguieron los solitarios. No faltaron los que le juraron amor eterno a su equipo, al televisor, a sus botellas de licor, a sus drogas, al auto de lujo, al logo de la empresa. Se vio gente paseando con sus libros de la mano. Artistas conversando con sus pinceles. Músicos despidiéndose de la cadena de sus instrumentos. Proletarios que renunciaban. Jornaleros que se le enfrentaban a sus amos y caían a tierra abrazándola como suya, después de tanto tiempo. La cofradía de los glotones que hicieron el hartazgo sacrosanto. Cobardes que, de repente, se tomaban en serio sus ideales. Vanidosos besándose con sus espejos. Sacerdotes dejando el hábito, laicos escuchando el llamado y pidiendo que se abrieran las puertas de los seminarios. Se demostró que era falso aquello de que no se le puede hablar ni querer a un objeto inanimado.
Y fue un caos.
– No sirvió- dijo uno, lamentándose del nobel que ya nunca tendrían.
– Es un fraude- agregó triste, otro, mientras vaciaba los tubos de ensayo.
– ¡Hemos hecho el ridículo!- se quejó el tercero, arrugando sus páginas de apuntes.
– No es eso- aclaró el más viejo- lo que se han revelado son las verdaderas lealtades: regresan a lo único que alguna vez han querido.
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