Satia y Fidel se acompañeraron. Satia es como son las bailarinas, pequeña y menudita y con porte de reina para caminar, para sentarse, para reír, para saltar. Siempre parece estar lista para hacer un plié. Satia baila todo el día al ritmo del ballet, de la danza contemporánea, del jazz, del tap, del bolero y en las noches, al son de la flauta o el saxofón Fidel. Satia vive para bailar y para Fidel.
Satia tiene de los pelirrojos, el pelo rojo y la piel muy blanca, pero no tiene pecas ni ojos verdes. De los chinos tiene los ojos rasgados y el cuerpo liviano. Sus ojos son del color de la miel. Tiene una sonrisa fácil y los dientes grandes y cuadrados. Satia sonríe y yo pienso en un conejo simpático. Satia sonríe y Fidel piensa en lo mucho que la está empezando a querer.
Fidel lleva a Satia a la finca de su infancia en Guanacaste. Fidel la lleva para que conozca a Jorge. Jorge ha sido el mandador toda la vida. Le enseñó a Fidel a montar, a cazar, a guardar los secretos de la sabana y la montaña, a oler el agua, a encontrar el ganado, a ubicarse en el campo, a tocar guitarra. Le enseñó cómo se hacen y cómo se portan los hombres recios. Jorge sabe todo lo que hay que saber para ser sabanero y guanacasteco.
Desde Fidel se fue a San José, Jorge- para que negarlo- no se haya sin él. Le hace falta porque lo quiere como se quiere a un hijo cuando se le quiere de verdad. Pero no le dice nada porque los dos saben. Además, entre hombres, no hace falta.
Siempre que Fidel tiene algo especial, se lo enseña primero a Jorge. Como la primera canción, la primera novia, la primera poza, la única Satia. Jorge sabe y Fidel sabe que eso es así. Pero no dicen nada, porque entre hombres, no hace falta.
Encuentran a Jorge en medio del campo. Jorge se acerca a saludar. Un apretón de manos fuerte a Fidel. Un “buenas” a Satia. Satia le ignora la mano y se le abalanza con un abrazo enorme porque sabe, aunque nadie diga nada, que para Fidel Jorge es más que el peón de la finca que lo ha visto crecer. Jorge se queda inmóvil. No sabe que hacer.
Jorge empieza a caminar para enseñarle a Fidel las cosas que han cambiado. Satia los sigue al mismo paso, con preguntas largas de la finca y del niño que fue Fidel. Jorge le responde “ajá” apenas. Jorge la oye pero no la oye. La examina con miradas cortas y mira a Fidel y Fidel le pregunta con la mirada: “Qué pensás, Jorge? La quiero, sabés? Le he escrito tres canciones. Creo que me quiero casar”.
Satia, en Guanacaste, es un elemento discordante. Las personas etéreas, como Satia, no se ven a menudo por aquí. Satia achina más los ojos con el reflejo del sol. Se protege la piel con cremas, mangas y sombreros. Camina con el porte de reina entre los potreros de matorral.
Jorge nunca ha visto nadie como Satia, porque en Guanacaste, las mujeres son cholas del color de las tinajas y tienen la misma fuerza que un hombre. No hay mujeres de pelo de fuego. Aquí las mujeres tienen el pelo como la noche y liso como un remanso. Las mujeres lavan, planchan, paren, cocinan o siembran. No hay mujeres que se dediquen a bailar todo el día. Aquí las mujeres son como las ceibas… no como las calas. Satia tampoco es cartaga, aunque parece, porque igual que las cartagas es blanca y delicada, pero camina valiente con Jorge y Fidel por la finca y monta su yegua sin miedo y avanza bajo el sol ardiente de Guanacaste entre los amarillos secos del verano.
Jorge, que conoce la vida y la gente de la pampa, no entiende bien eso que es Satia. Por eso, con la mirada, le pregunta a Fidel si puede preguntar y Fidel le contesta igual que lo que quiera y entonces Jorge le dice:
– Satia…
Y Satia sorprendida interrumpe su monólogo de cualquier cosa:
– ¿Sí?
Jorge se quita el sombrero y le da vuelta entre las manos, nervioso porque a no deja de ser un atrevimiento con la mujer del nieto del patrón. Se pasa una mano por la frente para quitar el sudor. Y sin mirarla a los ojos, le pregunta para ayudarse a entender:
– Usté viene a ser un cruce entre qué y qué?
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