Tengo la carta guardada desde hace treinta años. Es la única que tengo. Me habla a través del tiempo, amarilla, con una esquina doblada, y frágil con los años. La abuela de las cartas.
Me la envió desde Italia en 1973, para mi primer cumpleaños. Tiene al frente una muñeca preciosa, vestida de rosa y con una canasta de flores de verano. Tiene unos ojos negros enormes y brillantes. En la carta dice que son iguales a los míos.
Me dice otras cosas también. Que soy fruto de un amor grande, al que todos se han opuesto. Que tal vez no lo conozca, porque está en un país muy muy lejos y que pronto estaremos otra vez los tres juntos. Me promete que vamos a vivir felices para siempre, como en los cuentos. Dice también que me quiere. Eso lo dice varias veces.
La leo cuando salgo de viaje, porque solo así venzo el terror a los aviones. Me da fuerza, seguridad o por lo menos la tranquilidad de que si algo pasa, él y yo nos encontremos de nuevo, después de tanto tiempo.
Hoy, viajo sola, como siempre. Esta vez a Europa, y el viaje, de horas largas, se me hace eterno. Estaré apenas una hora y luego, la conexión para algún país extraño.
En Roma, todo me suena familiar y a la vez distinto. El poco italiano que aprendí solo me permite confirmar el idioma que los demás están hablando, pero no entenderlo. Mientras espero, divago entre las tiendas, buscando con qué entretenerme y pasar el rato.
Lo vi en la sección de tarjetas. De espaldas, se nota que es un hombre enorme, muy alto, muy grueso, de cabello negro. Se tiene que inclinar un poco para hablarle, en italiano, por supuesto, a la dependiente. Me recuerda a un oso. Además, no sé, me conmueve en lo más profundo y siento unas ganas locas de darle un abrazo. Curiosa, me acerco.
-Es para mi hija- Le dice en italiano.
Eso lo entiendo, es muy básico. Y él señala una tarjeta en el fondo. La tarjeta es idéntica a la mía. La misma niña de vestido rosa, la canasta, las flores, los ojos negros. Me sonrío triste. Las siguen imprimiendo. Más de treinta años y la siguen imprimiendo. Con razón, si es que es preciosa, cualquiera se sentiría como una princesa, como yo, cuando la veo y …
– Tiene los ojos igual a los de ella. Profundos y bellos. Sus ojitos negros- Le dice de nuevo a la dependienta.
Y me doy cuenta de que de pronto, mi italiano se mejoró en un ciento y que esa frase mi corazón la entendió prefecto. Y su voz. Esa voz.
– Présteme un lapicero, por favor. Voy a llenarla de una vez, para que le llegue al cumpleaños. ¿Tienen estampillas? ¿Dónde está el correo?
Estamos a Mayo 30. Un viejo romántico, mandarle la tarjeta por correo, si hoy, con el correo electrónico, le podría mandar algo totalmente animado, musicalizado, y con efectos especiales para estrenarse en la pantalla fastuosa cualquier computadora promedio. Pero mandarla por correo… si es para América, calculo, llegará casi como para mi cumpleaños, en unos quince días, más o menos.
– “Pirulí”- escribe- Así le digo yo. Por dulce. Sí, es mi hija- Le comenta orgulloso a la dependiente mientras que yo me acerco más y consigo verlo.
El levanta la mirada y me encuentro con mis propios ojos mirándome. Mi pelo, mi piel morena, mi mirada, mi sonrisa, mi propio yo. Inmediatamente se me llenan los ojos de lágrimas, lo veo a través de una cortina delgada de agua. Creo que me reconoce, ve en mí, una extraña, un destello de un recuerdo oculto. Pero es solo un momento. El sigue escribiendo:
– Llegará el día en que todo esto pase y entonces, estaremos los tres juntos y vamos a vivir felices para siempre-
Quiero rogarle que no le mienta. Desconcertada, me asomo por la ventana y al otro lado del mar veo mi primer año, mi otra vida, en los brazos de mamá, jugando con la tarjeta en las manos, mientras ella me la lee con la voz temblando.
– Por ahora- me dice mamá- recibe desde el otro lado en tu cumpleaños, todo el amor de quien te quiere y extraña.
Me desprendo de la ventana y él sigue escribiendo en la tarjeta con cuidado. Está firmando. La letra es idéntica. La misma A cuadrada y hacia un lado. Me resisto. El cansancio me está venciendo. No puede ser, no lo estoy viendo. El paga y se prepara para irse, recoge las cosas y espera con impaciencia el empaque. Pregunta otra vez dónde está el correo. Yo me arriesgo.
– ¿Signore?
No me escucha o me ignora. Sigue caminando. Se me está perdiendo entre la gente. Se me está perdiendo de nuevo. Busca sobre las cabezas de todos un buzón cercano. Y entonces yo entiendo que este momento es único, irrepetible, que no es un sueño, que lo estoy viviendo, que es cierto. Y muy bajo, solo para mí, lo llamo de nuevo:
– ¿Papá?
Y él se detiene sereno. Allí, entre la gente, se vuelve muy despacio. Y me mira y está sonriendo. Le brillan los ojos. Me tiende los brazos.
Feliz cumpleaños Papá. Donde quiera que estés.
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