Ayer fui a almorzar con mis tres primeros compañeros de trabajo de mi primer día hace siete años en la Corte. Fue casualidad. Iba a ir solo con un uno, pero por casualidades del destino, coincidimos todos. Como cuando los grupos viejos de rock hacen el concierto de la reunión, al principio no sabíamos ni qué decirnos.
Caballeros, los tres, me preguntaron dónde quería comer. Considerando la ubicación y el antojo, alegremente anuncié que íbamos todos para el Tin Jo.
Empezamos a recorrer cuadras. Por ir hablando paja, no noté la ruta exacta. Cuando me percaté, hice alto en el camino e informé que íbamos por el camino equivocado.
Intercambiaro miradas primero…
“Dijiste Tin Jo, por eso vamos para el chino de la esquina”- me explicó uno.
“Acordate que somos funcionarios públicos- me recordó el segundo- Si almorzamos hoy en el Tin Jo, no comemos los últimos dos días”
“Vamos por medio dieciocho de gatonés- sentenció el último- te estás malcostumbrando a educarte y a moverte en esas alturas”
Y comimos todos en un chino céntrico de mesas de formica, tele sintonizado en noticias nacionales, pan cuadrado en canasta de plástico y margarina, arroces que sabían a gloria embebidos en grasa y carnes no identificables, y dueños chinos simpáticos de español a medias.
Nos reímos durante una hora, nos atragantamos el chop suey y el wan tan entre anécdotas y recuerdos. Ignoré mi celular y mi vida laboral de vacíos y plásticos y añoré estar de nuevo con ellos de nuevo en el día a día de los juicios y los casos.
Creo que tiene razón Mauricio. El aire de este lado de la ciudad es malsano. En las alturas, se ha descrito el síndrome del alienado, donde le falta el oxígeno, uno se marea, se le olvidan las cosas y los orígenes, y lo peor, empieza a pensar, a hablar y a comportarse como un legítimo comemierda.
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